Los vínculos entre cargos públicos y criminales en el país empujan a miles a buscar una salida. Estos días, oleadas de haitianos buscan la forma de conseguir un pasaporte en la capital
Es mediodía en las oficinas centrales de la Dirección de Emigración e Inmigración del Gobierno de Haití, en Puerto Príncipe, y el sol pica en la piel como un chile habanero, un ají, una guindilla. Cientos de personas tratan de saltar la valla y entrar al predio, una casona venida a menos, cuyas puertas se abren a cada rato, dejando entrar, con criterio desconocido, a grupos pequeños. Los que no escalan el muro, protestan. Hay quien hace ambas cosas.
Otros tantos se refugian en la sombra, al otro lado de la calle, esperando quién sabe qué, renunciando a entender la dinámica de los funcionarios que trabajan allá adentro. Alimne Pierre, de 55 años, pertenece al segundo grupo. Está sentada junto a su hijo en la banqueta. Viste un elegante traje azul y apoya la barbilla en una mano que, a su vez, aguanta el peso en el brazo y la rodilla. Hay moscas por todos lados. “Me quitaron todo y ya me quiero ir”, dice, mirando enfrente.
La mujer explica que hace unas semanas tomó un camión en la capital con dirección a la frontera con República Dominica. “Llevaba todo, 54.000 gurdas”, explica, alrededor de 350 dólares. Era el dinero con el que pensaba abastecer su puesto en un mercado de la capital. Allá, en dominicana, todo es más barato. “Cuando llegamos a Croix-des-Bouquets, los bandidos pararon el camión”, dice, en referencia a una gran barriada que se levanta alrededor de dos de las carreteras que comunican la capital con el resto del país y la frontera. “Nos bajaron a todos y nos quitaron todo. A mí, además, me dieron un golpe en la espalda”, añade.
Dos grandes alianzas criminales, nacidas al calor de políticos y cargos públicos, G-9 y G-Pep, disputan barrios enteros en Puerto Príncipe. También las carreteras de entrada y salida, los mercados, el transporte… Naciones Unidas calculó en diciembre que estos grupos controlan hasta el 60% de la capital, cifra que bien puede aumentar en los picos de la refriega. Mercedes López, coordinadora de Médicos del Mundo en el país, explica que ahora mismo necesitan usar empresas de transporte privadas que tienen acuerdos con los grupos, para sacar medicinas y equipos a otros puntos del país.
Croix-des-Bouquets supone el ejemplo perfecto del nivel variable de control territorial que manejan las bandas criminales. Hogar de medio millón de personas, el barrio ha servido de escenario al encarnizado enfrentamiento que han mantenido en los últimos años dos grupos, Chen Mechan y los 400 Mawozo. El año pasado, las reyertas provocaron el desplazamiento de cientos de vecinos. A finales de 2021, 400 Mawozo, que ha hecho del secuestro su forma de vida, capturó a 17 misioneros de Estados Unidos y a su conductor haitiano, precisamente allí, en Croix-des-Bouquets.
Pero ese es solo uno de tantos lugares. También es complicada la franja costera de la capital, cerca del puerto y de la terminal de fuel, tomada por el G-9 a finales del año pasado. Barrios de aluvión construidos sobre la basura que las lluvias arrastran de todo Puerto Príncipe al mar, como Cité Soleil. Es difícil Plaine du Cul-de-Sac, parte de la columna vertebral de la ciudad, codiciado por el agua que cobija en el subsuelo. Es una lotería Tabarre, hogar de uno de los líderes criminales más temidos, Vitel Homme, por quien Estados Unidos ofrece hasta un millón de dólares de recompensa. Son tantos lugares como nombres en el mapa de la ciudad.
Desplazados
En el hospital que Médicos Sin Fronteras maneja en el barrio de Tabarre, cerca del aeropuerto, los médicos necesitan sangre. “Por la crisis de seguridad es cada vez más difícil conseguirla”, explica Caroline Surchat, parte del equipo de la organización. El déficit diario varía entre 20 y 50 bolsas, lo que permite hacerse una idea del ritmo de ingreso de pacientes con lesiones traumáticas, muchas de ellas heridas de bala.
En una de las salas comunes, Salomon Linkner, de 46 años, se recupera de un plomazo en la parte baja de la pierna izquierda. Una venda cubre gemelo y tibia, carne hinchada que adopta un tono amarillento ya cerca del pie. Un fijador externo de color negro sujeta los huesos rotos. Toda la escena da una sensación de enorme fragilidad, como si el más mínimo roce pudiera hacer estallar la pierna en mil pedazos
“Fue a finales de diciembre”, dice Salomón. “Salía yo de mi negocio como a las 18.00. Es un cuarto frío donde vendo gaseosas”, dice, en referencia a su tienda, que cuenta con refrigerador. “De repente aparecieron los grupos tiroteándose y ahí me dieron”. Aquello ocurrió en Bon Repos, algo más al norte de Tabarre. Salomón dice que él nunca había visto algo así por allí. Además del balazo, la violencia le hizo también cambiar de casa. Salomon tiene cuatro hijos, el más pequeño de cinco años. Quiere vender su tienda, la casa y marcharse a Estados Unidos. Todos tiene pasaportes. Solo les falta el visado.
Salomon aspira a uno de los 30.000 permisos de trabajo, que Estados Unidos ofrece desde hace algo más de un mes a ciudadanos de Cuba, Haití, Nicaragua y Venezuela. Para conseguirlo, el hombre y su familia deben cumplir con una serie de requisitos. El primero, no llegar caminando a la frontera sur, vía México, ruta de muchos haitianos desde el devastador terremoto de 2010 y las tragedias posteriores. El segundo, tener un patrocinador que responda por ellos en aquel país, cuestión que de momento se complica.
De momento, él y los suyos se han cambiado de barrio. Hasta ahora vivían en Onaville, al norte de Puerto Príncipe, en el área metropolitana. Salomón cuenta que allí también, las bandas criminales han estado peleando sin cuartel. “Son cosas que duran días. La violencia está muy dura”, dice. Muchas veces, refugiarse en casa ni siquiera es una opción. Los criminales ocupan las casas como escondrijos, como trincheras y barricadas. En noviembre, Naciones Unidas calculó que la violencia había dejado solo en la capital, que cuenta tres millones de habitantes con su área metropolitana, alrededor de 96.000 desplazados.
El origen
En el despacho de Pierre Esperance, un póster de la selección de fútbol de Haití de 1974 cuelga en una las paredes. El combinado del 74 es el único equipo en la historia del país caribeño que ha logrado clasificarse para la Copa del Mundo. De la mano de Emmanuel Sanon, los haitianos llegaron incluso a meterle un gol a la Argentina de Mario Alberto Kempes, que luego caería con estrépito contra Johann Cruyff y la Naranja Mecánica. Pero esa es otra historia.
El póster funciona de símbolo en la oficina, emblema de glorias pasadas, de lo que ocurre cuando las cosas se hacen bien. En el despacho hay además varias estanterías llenas de carpetas amarillas, libros de derecho, cuadros, un reloj de pared, un pequeño refrigerador y dos pantallas. En una se ve la CNN. En otra, lo que enfocan las cámaras de seguridad del despacho, una docena en total.
Esperance dirige la Red Nacional por los Derechos Humanos en Haití, una de las pocas organizaciones que monitorean casos sensibles para el país, como la investigación por el asesinato del presidente Jovenel Moïse, en julio de 2021, y documentan además masacres, desempeño policial, redes de corrupción… “De 2018 a hoy, Haití cuenta al menos 19 masacres”, explica. Cuando dice masacres, Esperance, un hombre robusto, de voz fuerte y risa algo desconcertante, se refiere a asesinatos masivos, quema de casas, violaciones, etcétera.
“La situación empeora cada día, las bandas son cada vez más poderosas. El Gobierno sigue dándoles dinero y armas, incluso ahora”, defiende. Esperance empieza entonces a dar nombres, trazando presuntos vínculos entre bandas criminales y personajes que están o han estado en el Gobierno. Destaca, por ejemplo, Fednel Monchery, alto cargo del Ministerio del Interior con Moïse, acusado de tomar parte de una de las peores masacres en los últimos años en la capital, la masacre de La Saline, en noviembre de 2018.
Los asesinatos masivos de La Saline, uno de los barrios de la franja costera, pero también de Bel-Air, en el centro, y de Cité Soleil, también en la costa, que dejaron al menos 240 muertos, además de multitud de casos de violación, despojo y destrucción de casas, ocurrieron entre finales de 2018 y mediados de 2020, en un contexto de protestas masivas contra el Gobierno de Moïse. “Fue entonces cuando empezó todo”, explica Fritznel Pierre, defensor de derechos humanos independiente, originario de La Saline. “2018 marca un antes y un después. Las protestas empezaron por el intento del Gobierno de aumentar el precio de los combustibles”.
Igual que a finales de 2022, el Gobierno de Haití, entonces en manos de Moïse, intentó subir el precio de los carburantes, subvencionados históricamente gracias a los buenos precios y las facilidades de pago de Venezuela, principal proveedor. Pero el deterioro de la situación en aquel país y el fin del petróleo barato obligó a Haití a intervenir. El anuncio provocó manifestaciones masivas que paralizaron al país. Las protestas provocaron la reacción del Gobierno, que habría usado a las bandas para reventarlas. De ahí las masacres en esas zonas, de alta densidad poblacional y fuerte capacidad organizativa.
Los casos de Le Saline, de Bel-Air y el de Cite Soleil, marcan los Gobiernos del PHTK, partido político de Moïse y de su antecesor, Michel Martelly. El PHTK ha dominado la vida pública en Haití desde hace algo más de diez años y, según las fuentes consultadas en la capital estos días, parte de ese dominio ha tenido que ver con su relación con las bandas criminales. Mary Rosy Auguste, que trabaja con Esperance, coincide con el diagnóstico. “Desde 2018, el Gobierno ha usado a las bandas para mantenerse en el poder. Antes había puntos rojos, ahora son todo puntos rojos”. Desde el asesinaron de Moïse, parece que la situación se ha revertido. Más allá de sus negocios con políticos, las bandas parece actuar por su cuenta. “No es que ellos operan aquí o allá”, dice Auguste. “Ellos controlan”.
Fuente: El País