Emmanuel Macron anunció hace unas semanas el fin de la abundancia. En concreto, el presidente de la República Francesa dijo: “Vivimos el fin de lo que podía parecer una triple abundancia: la de la liquidez sin coste (…), la de productos y tecnologías (…) y de tierras, materias primas y agua”.
Descartamos que Macron haya mutado en anticapitalista, pero eso no le impide ver las fisuras y la deriva del sistema económico mundial. Y es que el mundo se resiente porque la inflación aprieta, el cambio climático empieza a molestar, la guerra anuncia desajustes estructurales…
Pero el presidente francés no ha descubierto nada. Desde la primera industrialización hay literatura que advierte de cómo la abundancia no es un rumbo sino una deriva. Incluso antes, encriptadas en la doctrina cristiana, las escuelas escolásticas cargaban contra el lujo. Que siglos después y tras la caída de la URSS, el historiador Francis Fukuyama decretase el fin de la historia solo sirvió para que textos mucho mejor fundamentados le desautorizasen.
Y es que la historia de Fukuyama era una historia de la abundancia.
¿Qué sociedad?
El sueño del crecimiento ininterrumpido (con sobresaltos fatales que nunca han acabado de despertar a los soñadores) llevaría al despliegue de políticas neoliberales.
Desde los 80 emergen estrategias que, más o menos abiertamente, pretenden difuminar el concepto de sociedad. “There is not such a thing as society” (la sociedad no existe), decía Margaret Thatcher. Y, si no hay sociedad, no hay fundamento para una estructura redistributiva.
Los Estados que privatizaban las empresas de telecomunicaciones, energéticas y de transportes (los grandes negocios del posfordismo) se podían permitir prescindir de lo social. Aquellos negocios fueron el combustible que alimentó el sueño de la clase media durante décadas de liquidez, crédito y contaminación.
Pero el combustible se acaba y aquella clase media debe empeñar su propia vida en mantener la rueda girando: se intensifica la exposición de los cuerpos como mercancía y la venta de la intimidad, el trabajo se encapsula en empleos cada vez más precarios y se cotiza a una caja que quizá esté vacía el día de la jubilación.
La clase media lo es solo a veces, cuando puede acercarse a la abundancia. Cuando compra un coche o cuando, en momentos de crédito fácil, accede a una vivienda digna. Pero es una clase media con pies de barro que nutre cada vez más la pobreza estructural.
Negocio y redistribución desigual
Las estrategias de negocio del posfordismo (tecnología, datos, energía…) no están enclaustradas en el tiempo y en el espacio. Al contrario que en el fordismo (con sus cadenas de montaje y sus masas trabajadoras), ya no se necesitan contratos laborales de larga duración que vinculen formalmente al sujeto que produce con la empresa. Ya no hay empresas que produzcan una sola mercancía de modo constante durante tiempo indefinido.
Los vaivenes del mercado resitúan la inversión a golpe de clic. El dinero mira, selecciona, suelta lastre y activa y desactiva al personal con ligereza.
Sin embargo, la distribución del capital en esta sociedad líquida se sigue procurando a través de los empleos, pero cada vez más precarios. Si el fordismo inventó que los obreros se comprasen el coche que fabricaban, el posfordismo ha dado una vuelta de tuerca para hacer de las personas una mercancía como cualquier otra. Personas que al consumir producen y que solo son recompensadas por una mínima parte de eso que producen. El viejo concepto de plusvalía palidece ante la capacidad reproductiva de los grandes capitales. Y así es que la OIT advierte de que el acceso al empleo no es garantía de evitación de la pobreza.
Surgen, episódicas, políticas redistributivas que apelan al concepto de sociedad: el aumento del salario mínimo interprofesional, la fijación de rentas vitales, las contenciones de la liberalización del mercado laboral o iniciativas impositivas sociales. Políticas que, desde la perspectiva neoliberal, son consideradas obstáculos para la atracción de capitales, o sea, obstáculos para el progreso y la abundancia.
Abundancia vs. progreso
Un coche es mercancía; la energía es mercancía; los datos son mercancía; un volcán en erupción, el planeta, los cuerpos, el trabajo. Mercancías. Se paga por tenerlas, por verlas, por alquilarlas… Tanta mercancía en movimiento compone la abundancia.
Durante décadas, el mundo liberal vivió sumido en la ilusión de que la abundancia, el acceso a recursos de modo ilimitado, era un síntoma de progreso. Aun hoy, mediáticamente, se pretende señalar como Estados fallidos aquellos que no garantizan el acceso a cualquier mercancía en cualquier momento.
La estrategia empresarial de la inmediatez de Amazon y Google (que el paquete llegue ya mismo, que el contenido pueda disfrutarse aquí y ahora) se ha convertido en un estándar de bienestar que los Estados, como organizadores de lo público, no deberían pretender. Al contrario, incluso. Porque la estrategia del acceso inmediato a las mercancías, la estrategia de la abundancia, es la que transforma a los individuos en instrumentos de esa misma abundancia. En mercancías. Eso que en otros tiempos se llamaba alienación. Y la alienación es el momento antagónico del progreso social.
Si el presidente Macron nos previene del fin de la abundancia, quizá se le debería interpelar con alguna pregunta: ¿el fin de qué abundancia? ¿También el de las personas mercantilizadas? ¿También el de las personas como sujetos de servicio siempre a disposición? Ojalá.
Fuente: Rebelión