Me vino de las manos de Beatrice Rangel. La conocí cuando fue Ministra de Carlos Andrés Pérez, en su segundo gobierno. Realmente era más que ministra. Era una “apagafuegos”, como debe tener todo gobierno latinoamericano que se respete. Como resultaba endiabladamente inteligente, y hablaba inglés y francés, además de español, y como tenía una esmerada educación, era perfecta para el cargo.
La volví a ver al comienzo del éxodo venezolano hace ya unos cuantos años, vinculada a una fundación que echaba rodilla en tierra por la institucionalidad democrática de América Latina (Interamerican Institute for Democracy), que hoy dirige Tomás Regalado, exalcalde de Miami. Ahora era la portadora de una obra de Henry Kissinger (una de las personas que más admira) sobre el tema del liderazgo. El libro traía seis ejemplos de líderes muy diferentes que alguna relación tuvieron con Kissinger a lo largo de su fecunda vida. (Kissinger tiene 99 años). null
Los seis son Konrad Adenauer (The Strategy of Humility), Charles de Gaulle (The Strategy of Will), Richard Nixon (The Strategy of Equilibrium), Anwar Sadat (The Strategy of Transcendence), Lee Kuan Yew (The Strategy of Excellence) y Margaret Thatcher (The Strategy of Conviction). Los seis sirven para conocer mejor a Henry Kissinger, y para repasar de la mano del viejo catedrático de Harvard sus conocimientos sobre la Segunda Guerra mundial, algunos de los personajes que conoció directamente, e historias inéditas de la Guerra Fría.
No obstante, concederle a cada uno de los seis “una estrategia” particular es un exceso académico. En realidad, creo que Kissinger, el catedrático, está tratando de parcelar la historia para hacerla más digerible a sus alumnos. En todo caso, las “estrategias” no eran algo pensado, sino el producto de las virtudes y los defectos vinculados al carácter de la persona en cuestión.
Un libro se conoce por lo que dice y, también, por lo que no dice. Entre las cosas que deliberadamente oculta está su ambigua relación con Israel. Se sabe que Kissinger es un judío-alemán llegado como refugiado a Estados Unidos en 1938, junto a sus padres y un hermano. El padre era maestro de escuela. Se sabe que él nació en 1923, de manera que arribó a los 14 o 15 años, en plena adolescencia, lo que explica que jamás haya perdido el fuerte acento alemán con que pronuncia las frases que escribe en un magnífico inglés.
En 1943 fue reclutado por el ejército de USA, y allí, haciendo el servicio militar, en South Carolina, juró la bandera y lealtad a la Constitución norteamericana, como era de rigor en los procesos de nacionalización. Aprovechando su alemán, que era excelente, integró las unidades de inteligencia, destacándose en la “Batalla de las Ardenas” (fines de 1944), la desesperada ofensiva lanzada por Adolfo Hitler a través de Bélgica para tratar de invertir el curso del conflicto. Tras su derrota en esa batalla, se hizo evidente que Alemania tenía perdida la guerra. Al joven Kissinger le tocó desnazificar un distrito alemán tras la victoria.
Una de las consecuencias decisivas de la Segunda Guerra mundial fue la creación del Estado de Israel. Kissinger conoció brevemente a David Ben-Gurion en 1962, cuando era profesor de Harvard, pero tuvo un trato más intenso con Golda Meir. La visitó en Israel, pero ella, como Primer Ministro, lo volvió a ver en Washington cuando era Secretario de Estado y el hombre clave del gabinete. Cuenta la leyenda, jamás desmentida por Kissinger, que se vio obligado a recordarle a la ilustre visitante que “primero, era un norteamericano, segundo, era Secretario de Estado, y tercero, era judío”. Se non è vero è ben trovato.
¿Por qué no le dedicó uno de los laboriosos retratos a Golda Meir y prefirió, en cambio, a Anwar Sadat en solitario? Porque es un judío que prefiere no serlo. A lo largo de la obra ha dividido en dos partes a los seis líderes: los estadistas y los profetas. Israel debe irritarle bastante a “a los estadistas”. Su historia está llena de “profetas” que viajan en carros de fuego. Kissinger es el diplomático por excelencia. Es el estadista clásico. Siempre está dispuesto a negociar cualquier cosa: un arreglo con China o con Rusia. De él se puede repetir la frase de Groucho Marx: “estos son mis principios … si no les gustan tengo otros”. Por eso es muy benevolente con Konrad Adenauer y mucho menos con Charles de Gaulle. Uno era un estadista. El otro un profeta torturado por su conciencia.
Hasta que llega a Lee Kuan Yew y a Singapur. Es un hombre práctico, un estadista que se comporta como un profeta y guía a su pueblo singapurense hacia el futuro. Es la mejor biografía política de las seis. Y es la mejor porque Lee encontró a un pueblo desahuciado y lo convirtió en un modelo de desarrollo en el que era posible la felicidad sin apartarse del sentido común.
Eso es muy importante. Beatrice Rangel y yo venimos de Venezuela y Cuba, dos estados que han cancelado el sentido común y se han afiliado a la “revolución”. Una dirigida por Fidel Castro y otra por Hugo Chávez, su discípulo amado, pese a que ambos vivieron en la época de Lee Kuan Yew. Bastaba examinar la obra del líder de Singapur para encontrar el modelo de transformación adecuado. Era esa revolución que había que hacer. Como dos “cantamañanas”–-pregúntele a cualquier español el significado de la palabreja– prefirieron optar por el guirigay y el ruido de las bombas. Así nos va.
Fuente: Listín Diario