Por: José Marmol
1. Ante la incapacidad para transformar la realidad, los demagogos y populistas de la nueva teleología del género emplean el recurso de pretender cambiar el lenguaje.
Es una evasión acomodaticia. Propalan reclamos democráticos, pero actúan como autócratas y lastiman la justicia, incluso afectando un bien eminentemente social, radicalmente colectivo como es la lengua; o bien, como lo es la cultura.
Pregonan igualdad, pero no logran quitarse las mancuernas del reduccionismo genital. Su visión parecería genitalocéntrica, no genérica.
Difunden discursos acerca de la necesidad de que el mundo sea más inclusivo, pero su propio radicalismo, cuando así se comporta, les lleva a reclamar espacios exclusivos, desfiles exclusivos, bares o puticlubes exclusivos, hoteles exclusivos, y así por el estilo.
Se trata, pues, de la inclusión de la exclusividad. Inclusión exclusiva. Vaya oxímoron. Aun así, sacrificaría mi propia libertad en aras de que puedan tener la suya, de manera que se escuchen sus reclamos y que, a la postre, seamos todos iguales ante los derechos y los deberes.
2
Nuestra sociedad se da el lujo de postergar, de acomodar en la esfera de un problema perpetuo e insoluble, abandonado a la arena movediza de la mediocracia populista, la cuestión de la educación de los ciudadanos, de la visión de futuro en las nuevas generaciones.
Se ignora con esa postura, tantas veces infestada y viciada por el flagelo de la política miope, inmediatista y el afán de lucro de algunos partidos, hoy corporaciones sin principios ideológicos, la preeminencia del asunto.
Si aprendiéramos de los griegos clásicos, que el de la educación es un tema crucial ya en la vida de una persona y el futuro de una nación; que sea desde la oralidad o desde la escritura, desde el verso o la prosa, las artes o la ciencia, lo que está en juego es la fértil relación entre el cuerpo y el alma, entre la razón (logos) y el corazón (entusiasmo), entre la economía y el despilfarro, entre la ética y el deterioro, entre la esclavitud y la libertad.
Sócrates prefiere tragar la cicuta, tronchándose la vida, por no traicionar su proyecto educativo a favor del crecimiento racional y espiritual de la juventud griega.
No se trató de una cuestión proposicional, sino más bien ética. Es porque amenazaban el modelo educativo, con su inspiración delirante, su apropiación de la palabra y sus musas divinas, que Platón destierra a los poetas de la República ideal, cuando él mismo, antes de ser filósofo, fue poeta. La educación, que era un privilegio de élites, representaba la razón de ser de aquellos pueblos. Es la ignorancia, no la crítica, el verdadero opio de los pueblos.
3
En un artículo genial de José Martí, como tantas obras suyas, acerca de la relación entre la poesía de Walt Whitman y el asentamiento de la democracia, como sistema político y social, y el progreso, como expresión de desarrollo económico de la nación norteamericana, el apóstol de la independencia de Cuba llama tontos a quienes se confunden en creer que la poesía estuvo ajena a la consolidación de ese sistema y al empuje del crecimiento de aquella nación.
La poesía, como corazón de la palabra, bombea, irriga el sentimiento y el pensamiento que impulsan a los pueblos sus ansias de libertad y sus aspiraciones de progreso.
Eliminar del currículo de la educación básica asignaturas como filosofía y literatura equivale a extirpar las alas y la cola a un pájaro en su propio vuelo. Sin humanismo clásico no hay conciencia crítica, se hipoteca torpemente la posibilidad de transformar y mejorar la sociedad del futuro. Pongamos ribetes humanísticos a la revolución tecnológica y al apogeo del medio digital.