por Thierry Meyssan
El conflicto en Ucrania no lo inició Rusia el 24 de febrero. Lo comenzó Ucrania una semana antes y la OSCE es testigo de ello. Este conflicto periférico fue planificado por Washington para imponer un Nuevo Orden Mundial que excluiría a Rusia y después a China. ¡No deje usted que lo engañen!
La operación militar de Rusia en Ucrania comenzó hace un mes. Pero las operaciones de propaganda de la OTAN están en marcha desde hace mes y medio.
Como siempre, la propaganda de guerra de los anglosajones se coordina desde Londres. Los británicos han adquirido –desde la Primera Guerra Mundial– una experiencia sin precedente en ese campo. En 1914, Londres logró convencer a su población de que el ejército alemán había violado mujeres masivamente en Bélgica y de que cada británico estaba en el deber de acudir en ayuda de aquellas pobres mujeres. Aquello era más convincente que tratar de explicar que el Káiser Guillermo II estaba tratando de rivalizar con el Imperio colonial inglés. Al final del conflicto, la población británica exigió que las víctimas fuesen indemnizadas. Se procedió entonces a contabilizarlas y resultó que se había exagerado extraordinariamente lo que realmente había sucedido.
Esta vez, en 2022, los británicos han logrado convencer a los europeos de que, el 24 de febrero, los rusos atacaron Ucrania para ocuparla y anexarla. Según esa versión, Moscú estaría tratando de reconstituir la Unión Soviética y se dispondría a atacar una tras otra sus antiguas “posesiones”. Claro, esta versión es para los occidentales más honorable que hablar de la «trampa de Tucídides», la cual mencionaré más adelante.
En realidad, el 17 de febrero, las tropas de Kiev atacaron a la población del Donbass. Después, Ucrania agitó un pañuelo rojo ante el toro ruso con el discurso del presidente Volodimir Zelenski ante los dirigentes políticos y militares de la OTAN reunidos en Munich. Zelenski anunció allí que su país se dotaría del arma atómica ante Rusia.
Si no me cree, estimado lector, aquí van los reportes de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) [ver el cuadro que aparece al final de este párrafo]. Hacía meses que no había combates en el Donbass, pero los observadores de la OSCE reportaron –a partir de la tarde del 17 de febrero– 1 400 explosiones diarias. Inmediatamente, las provincias rebeldes de Donetsk y Lugansk –que seguían considerándose ucranianas aunque reclamaban la autonomía en el seno de Ucrania– evacuaron a más de 100 000 civiles para protegerlos de la lluvia de fuego desatada por las tropas de Kiev. La mayoría de esos civiles se replegó hacia el interior del Donbass y otros huyeron hacia Rusia.
En 2014 y 2015, cuando se produjo la guerra civil entre Kiev, por un lado, y Donetsk y Lugansk del otro lado, los daños humanos y materiales eran una cuestión interna de Ucrania. Pero, a partir de entonces, prácticamente toda la población del Donbass se planteó la posibilidad de emigrar y adquirió la nacionalidad rusa. Por consiguiente, los bombardeos que Kiev inició el 17 de febrero en el Donbass fueron un ataque contra rusos ucranianos. Y Moscú acudió en ayuda de sus ciudadanos a partir del 24 de febrero.
La cronología de los hechos es indiscutible. No fue Moscú sino el gobierno de Kiev quien quiso esta guerra, aun sabiendo el precio –previsible– que tendría para Ucrania. El presidente Zelenski puso deliberadamente a su pueblo en peligro y sobre él recae –sólo sobre él– la responsabilidad de lo que hoy sufren los ucranianos.
¿Por qué actuó así Zelenski? Desde el inicio de su mandato, Volodimir Zelenski mantuvo el apoyo del Estado ucraniano –apoyo iniciado por su predecesor Petro Porochenko– a las malversaciones de fondos que cometían sus padrinos estadounidenses y también mantuvo el respaldo a los extremistas de su país –los “banderistas”. El presidente ruso Vladimir Putin calificó a los primeros de «banda de drogadictos» y a los segundos de «neonazis» [1].
Además, Volodimir Zelenski no sólo declaró públicamente que no quería resolver el conflicto en el Donbass aplicando los Acuerdos de Minsk –acuerdos que Ucrania firmó en su momento– sino que también prohibió a sus conciudadanos hablar ruso en las escuelas y en las administraciones –a pesar de que al menos la mitad de los ucranianos hablan ruso en su vida diaria. Peor aún, el 1º de julio de 2021, Zelenski firmó una ley racial que de hecho excluye a los ucranianos de origen eslavo del ejercicio de los derechos humanos y las libertades fundamentales [2].
El ejército ruso penetró inicialmente en territorio ucraniano no desde el Donbass sino desde Bielorrusia y Crimea, destruyó las instalaciones militares ucranianas que la OTAN ya venía utilizando desde hace años, arremetió contra los regimientos banderistas y ahora está dedicándose a eliminar esos regimientos en el este de Ucrania. Los propagandistas de Londres y sus casi 150 agencias de comunicación [3] aseguran ahora que, luego de ser rechazado por la gloriosa resistencia de los ucranianos, el ejército ruso ha renunciado a su objetivo inicial, que sería tomar Kiev.
Pero el presidente Putin nunca dijo, ¡absolutamente nunca!, que Rusia tomaría Kiev, derrocaría al presidente Zelenski u ocuparía el país. Al contrario, Putin siempre recalcó que sus objetivos de guerra eran «desnazificar Ucrania» y eliminar los arsenales de armamento extranjero (de la OTAN) acumulado en el país. Eso es exactamente lo que está haciendo el ejército ruso.
La población ucraniana está sufriendo. Otra vez comprobamos que la guerra es cruel y que siempre mueren inocentes. Pero no nos decían eso cuando las tropas de potencias occidentales arrasaban Faluya, por ejemplo. Hoy la propaganda manipula nuestras emociones y, como nadie habló de los bombardeos ucranianos iniciados contra el Donbass el 17 de febrero, la opinión pública de Occidente responsabiliza a los rusos y los califica erróneamente de «agresores».
Pero, independientemente de toda la compasión que podamos sentir, el sufrimiento del alguien no demuestra que tenga razón. De hecho, los criminales sufren como los inocentes.
Ucrania se dirigió a la Corte Internacional de Justicia (CIJ) –el tribunal interno de la ONU– y esta ordenó a Rusia, el 16 de marzo, poner fin a las operaciones y retirar sus tropas [4]. Sin embargo, como acabo de demostrar más arriba, el Derecho da la razón a Rusia.
¿Cómo es posible que se haya llegado a manipular la Corte Internacional de Justicia? Ucrania refirió el hecho que el presidente Putin había declarado, en su discurso sobre la operación militar especial rusa, que las poblaciones del Donbass eran víctimas de un «genocidio». Ucrania negó ese «genocidio» y acusó a Rusia de haber utilizado indebidamente ese argumento.
En derecho internacional, la palabra genocidio ya no designa la erradicación de una etnia sino una masacre coordinada por un gobierno. Durante los 8 últimos años entre 13 000 y 22 000 civiles fueron asesinados en el Donbass –Kiev afirma que fueron 13 000 y según las estadísticas de Moscú en realidad son 22 000. Rusia, que envió a la CJI un alegato escrito, señala que su operación militar no se basa en la Convención para la Prevención y la Represión del Crimen de Genocidio sino en el Artículo 51 de la Carta de la ONU, que autoriza el uso de la fuerza en caso de legítima defensa –lo cual el presidente Putin ya había mencionado en su discurso. Pero la CIJ aceptó como bueno el desmentido de Ucrania… sin proceder a ninguna verificación y concluyó que Rusia había utilizado injustificadamente la mencionada Convención. Como Rusia no había creído necesario el envío de representantes y se había limitado a enviar su defensa por escrito, la CIJ aprovechó la ausencia física de representantes rusos para imponer a la Federación Rusa una decisión aberrante. Segura de estar en su derecho, Rusia se negó a aceptar la decisión y reclama ahora una conclusión sobre el fondo de la cuestión, conclusión que no se presentará antes de finales de septiembre.
Después de haber visto esto, sólo es posible entender la duplicidad de los occidentales si ponemos los acontecimientos en contexto.
Hace una decena de años que los politólogos estadounidenses nos dicen que el incuestionable ascenso de Rusia y de China desembocará inevitablemente en una guerra. Esa afirmación se basa en un concepto creado por el politólogo Graham Allison: la «trampa de Tucídides» [5]. Con ese concepto, Graham Allison toma como referencia las guerras del Peloponeso que tuvieron lugar en el siglo IV a.n.e entre Esparta y Atenas. El estratega e historiador ateniense Tucídides analizaba que la guerra se había hecho inevitable cuando Esparta, que dominaba Grecia, comprendió que Atenas estaba conformando en el exterior un imperio que la llevaría a cuestionar la hegemonía espartana. Aunque parece lógica, esa analogía es falsa. Basta recordar que Esparta y Atenas eran ciudades-Estados griegas vecinas mientras que Estados Unidos, Rusia y China ni siquiera comparten la misma cultura.
Por ejemplo, China rechaza la proposición de competencia comercial del presidente estadounidense Biden. Y es que China tiene su propia tradición de establecer una relación en la cual todos salgan ganando, lo que ha dado en llamarse «win win». Pero cuando China propone ese tipo de relación no se refiere simplemente a contratos comerciales provechosos para ambas partes sino a su propia historia. Veamos.
La población de la «Nación del Centro», así designan los chinos a su país, es extremadamente numerosa y su territorio es muy vasto. Desde la época de la China imperial, eso hacía que el emperador se viera obligado a delegar gran parte de su autoridad –incluso hoy China es el país más descentralizado del mundo. Cuando el emperador emitía un decreto podía suceder que aquella medida, útil para ciertas provincias, no tuviese consecuencias prácticas para otras. Pero el emperador tenía que asegurarse de cada gobernador local pusiera en aplicación su decreto, en vez de ignorarlo por considerar que no era importante para su provincia. En aras de preservar su autoridad, el emperador otorgaba entonces alguna concesión extra a quienes pudiesen no tener un interés particular en aplicar el decreto imperial y así garantizaba que aquellos gobernadores estuviesen siempre interesados en respetar su autoridad.
Desde el inicio de la crisis ucraniana, China, más que limitarse a mantener una posición de no alineamiento, ha protegido a su aliado en el Consejo de Seguridad de la ONU. Erróneamente, Estados Unidos temió que China proporcionase armamento a Moscú. Pero eso no ha sucedido nunca. China observa el desarrollo de los acontecimientos y se basa en esa experiencia para saber lo que podría suceder si ella misma tratara de recuperar Taiwán. Resultado: Pekín ha declinado cortésmente las proposiciones de Washington. Pekín actúa con una visión de largo plazo y sabe, por experiencia, que si permite que Rusia sea destruida los occidentales no tardarán en volverse nuevamente contra China. La propia China sólo puede salvarse si se mantiene junto a Rusia, aunque tenga algún día que reclamarle la Siberia.
Volvamos ahora a la «trampa de Tucídides».
Rusia sabe que Estados Unidos quiere sacarla de la escena y está previendo una eventual invasión/destrucción. El territorio de Rusia es inmenso pero su población, en relación con su enorme superficie geográfica, no es numerosa, lo cual dificulta su defensa. Desde el siglo XIX, Rusia ha sabido defenderse evadiendo al enemigo. Cuando Napoleón –en el siglo XIX– y Hitler –en el siglo XX– la invadieron, Rusia desplazó su población hacia el este y quemó sus propias ciudades antes de la llegada del invasor. Los invasores se vieron así en la imposibilidad de aprovisionar sus tropas, tuvieron que enfrentar el invierno sin lo necesario y finalmente se vieron obligados a retirarse. Esa estrategia defensiva de “tierra quemada” funcionó porque Napoleón y Hitler no tenían bases logísticas cerca de Rusia.
Hoy en día, la Rusia moderna sabe que el almacenamiento de armamento estadounidense cerca de sus fronteras –en el centro y el este de Europa– conspira contra su estrategia defensiva. Es por eso que, en el momento de la disolución de la URSS, Rusia precisó que la OTAN nunca debería extenderse hacia el este. Conocedores de la Historia, el presidente francés Francois Mitterrand y el canciller alemán Helmut Kohl, exigieron entonces a sus aliados occidentales que aceptaran ese compromiso. Durante la reunificación alemana, redactaron y firmaron un tratado que garantizaba que la OTAN nunca cruzaría la línea Oder-Neisse, o sea la frontera germano-polaca.
Rusia obtuvo que ese compromiso quedara registrado en las declaraciones de la OSCE emitidas en Estambul (1999) y en Astaná (2010). Pero Estados Unidos violó ese principio
en 1999 (incorporación de Chequia, Hungría y Polonia a la OTAN),
en 2004 (incorporación de Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia),
en 2009 (incorporación de Albania y Croacia),
en 2017 (incorporación de Montenegro) y, más recientemente,
en 2020 (incorporación de Macedonia del Norte).
El problema no es que esos países se hayan aliado a Washington sino que almacenan armamento estadounidense en sus territorios. Nadie critica que esos Estados hayan escogido sus aliados, lo que Moscú les reprocha es que están sirviendo a Estados Unidos como bases en la preparación de un ataque contra Rusia.
En octubre de 2021, la “straussiana” Victoria Nuland [6], número 2 del Departamento de Estado, viajó a Moscú para intimar a Rusia a aceptar el despliegue de armamento estadounidense en el centro y el este de Europa. Comenzó prometiendo que Washington invertiría en Rusia. De las promesas la señora Nuland pasó a las amenazas y, como Moscú mantenía su posición, concluyó que Washington pondría al presidente Putin ante un tribunal internacional. Después de ponerla a ella en la calle, Moscú respondió –el 17 de diciembre– enviando a Washington una proposición de tratado que garantizaría la paz sobre la base del estricto respeto de la Carta de las Naciones Unidas. Y esa es la causa de la tormenta actual porque respetar la Carta de la ONU –basada en el principio de la igualdad y la soberanía de los Estados– implicaría tener que reformar la OTAN, cuyo funcionamiento establece precisamente una jerarquía entre los países miembros de esa alianza bélica. Atrapado en la «trampa de Tucídides», Estados Unidos fomentó los actos que llevaron a la actual guerra en Ucrania.
La manera de actuar de los anglosajones ante la crisis ucraniana encuentra toda su lógica si admitimos que su intención excluir a Rusia de la escena internacional. No tratan de rechazar militarmente al ejército ruso, tampoco tratan de coartar la acción del gobierno ruso sino que están empeñados en hacer desaparecer toda huella de la cultura rusa en Occidente. Y de paso, debilitan a… la Unión Europea.
Comenzaron congelando los bienes de los oligarcas rusos en Occidente –medida que la población rusa aplaude porque considera que esos individuos se enriquecieron ilegalmente con el saqueo de la Rusia postsoviética. Después, los anglosajones impusieron a las empresas occidentales el cese de sus actividades en Rusia. Siguieron adelante cortando la comunicación entre los bancos rusos y los bancos occidentales a través del sistema SWIFT. Pero, si bien los bancos rusos se ven duramente afectados por esas medidas –que sin embargo no afectan al gobierno ruso–, lo interesante es que el cese de la actividad de las empresas occidentales en Rusia en realidad está beneficiando a Rusia al permitirle recuperar sus inversiones a bajo costo.
Por cierto, la Bolsa de Moscú, que estuvo cerrada desde el 25 de febrero –el día siguiente al inicio de la «operación militar especial» en Ucrania– hasta el 24 de marzo, registró una fuerte progresión en cuanto reinició sus operaciones. El índice RTS retrocedió el primer día en un 4,26%, pero ese es el índice que mide principalmente valores especulativos. En cambio, el índice IMOEX, que mide la actividad económica nacional, registró un alza de 4,43%. Los verdaderos perdedores resultan ser los países miembros de la Unión Europea, que cometieron la estupidez de adoptar las «sanciones» contra Rusia.
Ya en 1991, Paul Wolfowitz, otro “straussiano”, escribía en un informe oficial que Estados Unidos tenía que impedir que alguna potencia lograra desarrollarse hasta convertirse en un competidor para la gran potencia estadounidense. En aquella época, la URSS estaba en ruinas y Wolfowitz designó a la Unión Europea como el rival potencial que Estados Unidos tendría que abatir [7].
Y eso fue exactamente lo que el propio Wolfowitz hizo en 2003, cuando se convirtió en el segundo personaje más importante del Pentágono. Paul Wolfowitz prohibió que Alemania y Francia pudiesen participar en la reconstrucción de Irak [8]. De eso hablaba también Victoria Nuland, en 2014, cuando instruyó al embajador estadounidense en Kiev «¡Que le den por el culo a la Unión Europea!» [9].
Ahora, en 2022, Washington ordena a la Unión Europea poner fin a sus compras de hidrocarburos rusos. Si la UE se pliega a ese dictado, Alemania se irá a la ruina, y con ella el resto de la Unión Europea. Eso no sería un “daño colateral” sino el resultado de una estrategia estructurada y claramente expresada en Washington hace 30 años.
Lo principal para Washington es excluir a Rusia de todas las organizaciones internacionales. Ya logró excluirla del G8 en 2014. El pretexto entonces no era la independencia de Crimea –independencia que la población de Crimea ya reclamaba desde la disolución de la URSS, meses antes de que Ucrania fuese independiente– sino la incorporación de esa península a la Federación Rusa.
Ahora, en 2022, la crisis alrededor de Ucrania sirve de pretexto para tratar de excluir a Rusia del G20. Ante esa pretensión, China señaló inmediatamente que nadie puede ser excluido de un foro informal que ni siquiera tiene estatutos de membresía [10]. Pero no importa, el presidente estadounidense Joe Biden volvió a la carga sobre ese tema el 24 y el 25 de marzo, mientras se hallaba en Europa.
Washington también multiplica los contactos para excluir a Rusia de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Pero los principios básicos de la OMC ya están siendo gravemente cuestionados, no por Rusia sino por las medidas coercitivas unilaterales que Occidente instaura bajo la denominación de «sanciones». El hecho es que sacar a Rusia de la OMC sería perjudicial para todos. Y sobre ese punto es conveniente releer los escritos de Paul Wolfowitz, quien escribía en 1991 que Washington no tiene que tratar de ser «el mejor» sino «el primero», por encima de los demás. Eso implica, precisaba Wolfowitz, que para mantener su hegemonía Estados Unidos no debe vacilar en sufrir cierto daño… con tal de que los demás salgan mucho más perjudicados. Estamos a punto de convertirnos en víctimas de esa manera de “razonar”.
Lo más importante para los straussianos es excluir a Rusia de las Naciones Unidas. Eso es imposible… si se respeta la Carta de la ONU. Pero Washington no vacilará en pisotear ese documento, como ya lo ha hecho con tantos otros. Salvo unas pocas excepciones, Estados Unidos ya ha entrado en contacto con todos los países miembros de la ONU. Ya permeados por la propaganda anglosajona, casi todos están convencidos de que un Estado miembro del Consejo de Seguridad de la ONU ha emprendido una guerra de conquista contra un país vecino y Washington podría alcanzar su objetivo si logra convocar una Asamblea General extraordinaria de la ONU y modificar los estatutos de la organización.
Una especia de histeria se ha apoderado de Occidente, donde se ha desatado una forma de cacería de brujas contra todo lo ruso, sin que alguien se tome el trabajo de preguntarse si eso tiene algo que ver con la crisis ucraniana. Se prohíben las actuaciones de artistas rusos, aunque sean notoriamente contrarios al presidente Putin. La universidad X prohíbe el estudio de las obras del escritor antisoviético Solzhenitsin mientras que la universidad Y prohíbe el estudio de Dostoievski –el campeón del debate y del libre arbitrio. Por acá, se cancela la actuación de un director de orquesta… porque es ruso y más allá se suprimen las obras de Chaikovski del repertorio de las orquestas. Todo lo que es ruso tiene que desaparecer de nuestras mentes, como cuando el Imperio Romano arrasó Cartago y destruyó metódicamente toda huella de su existencia, tanto que aún hoy no sabemos gran cosa sobre aquella civilización.
El 21 de marzo, el presidente Biden dejó muy claro lo que Washington pretende. Ante un auditorio de jefes de empresas, Biden declaró:
«Es el momento de que las cosas cambien. Habrá un Nuevo Orden Mundial y nosotros tenemos que dirigirlo. Y tenemos que unir el resto del mundo libre para hacerlo.» [11]
Ese nuevo orden [12] diviría el mundo en dos bloques herméticos, sería un corte como no se ha visto nunca antes, como no se ha visto ni siquiera en la época de la guerra fría.
Algunos países, como Polonia, creen aun así tendrían algo que ganar con esa división. Por ejemplo, el general polaco Waldemar Skrzypczak acaba de reclamar que el enclave ruso de Kaliningrado sea puesto en manos de Polonia [13]. Y, en efecto, después de la división del mundo, ¿cómo podrá Moscú comunicarse con ese territorio?
Thierry Meyssan
Intelectual francés, presidente-fundador de la Red Voltaire y de la conferencia Axis for Peace. Sus análisis sobre política exterior se publican en la prensa árabe, latinoamericana y rusa. Última obra publicada en español: De la impostura del 11 de septiembre a Donald Trump. Ante nuestros ojos la gran farsa de las «primaveras árabes»(2017).