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Bolsonaro fue derrotado. ¿Será posible volver a la cordura en Brasil?

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Por Vanessa Barbara

SÃO PAULO, Brasil — Cuatro años de locura están cerca de terminar. En una tensa segunda vuelta, Luiz Inácio Lula da Silva se impuso sobre el presidente Jair Bolsonaro con el 50,9 por ciento de los votos. A menos que las cosas tomen un giro radical —el temido golpe de Estado que lleva meses cerniéndose sobre el país—, Da Silva será, el 1 de enero, presidente de Brasil.

No fue fácil. El mes pasado ha sido una síntesis de la era Bolsonaro. La desinformación ha estado desenfrenada. (El comité de campaña de Da Silva tuvo que confirmar, a raíz de los rumores difundidos en las redes sociales, que “no ha hecho un pacto con el diablo, ni ha hablado nunca con Satán”). También ha habido amplios debates sobre canibalismo, de francmasonería y de la supuestamente deseable política de la época medieval. Y, por supuesto, ha estado presente la amenaza de la violencia política, con la aparente bendición de las altas instancias.

Al menos, por el bien de nuestra salud mental colectiva, podemos decir que Bolsonaro ha sido derrotado. No es que el país esté demasiado en sintonía con Da Silva y la política de centroizquierda del Partido de los Trabajadores, que gobernó el país durante 13 años, hasta 2016. Se trata más bien de que los últimos 4 años con Bolsonaro nos han demostrado lo bajo que puede caer un país, y estamos desesperados por salir de la ciénaga del abatimiento político.

Hay muchas cosas que no echaré de menos de este gobierno: su desatención asesina, su arraigada corrupción, su fanatismo. Uno de los grandes alivios es que ya no tendremos que hablar de cosas demenciales. Brasil, al menos, puede volver a algo parecido a la cordura.

Es difícil creer lo mucho que ha cambiado el debate público. Hace 9 años, los brasileños salieron a la calle a manifestarse en defensa del transporte público gratuito. ¿Cuánto nos hemos alejado hoy de ese tipo de mentalidad cívica? Ahora nos pasamos buena parte del tiempo afirmando (cada vez con más exasperación) que la virología existe y que el cambio climático no es un bulo globalista.

Nos da miedo salir a la calle a manifestarnos y que eso le dé al gobierno una excusa para intentar dar un golpe de Estado. Creemos que cualquier civil que pasa a nuestro lado en coche puede ir armado. Sabemos que vestir de color rojo se considerará una declaración política. (Hace poco, un cardenal católico brasileño fue criticado por su tradicional vestimenta roja, lo que demuestra que ni siquiera el clero está libre de sospechas). No nos atrevemos a comentar las noticias con nuestros vecinos, por temor a lo que puedan decir. Nunca hubo tanto silencio en los ascensores.

Lo cierto es que en la sociedad brasileña siempre han dominado las fuerzas conservadoras. Ninguno de los avances de las dos últimas décadas se consiguió con facilidad: el programa de ayudas sociales Bolsa Família, la discriminación positiva en las universidades y el sector público o el matrimonio igualitario. Todos fueron objeto de burlas, si no de la franca indignación, de la mayoría de los conservadores. Pero estas batallas las libraron la centroizquierda y la centroderecha, que entonces eran lo bastante razonables para entablar un debate democrático. Eso cambió cuando llegó Bolsonaro a la escena nacional. Poco a poco al principio, y luego súbitamente, estalló una represa de extremismo derechista reprimido.

Día tras día, la integridad del discurso público se ha ido diluyendo con las afirmaciones conspirativas, turbopropulsadas por las redes sociales y alentadas por Bolsonaro. Nos hemos visto obligados a perder el tiempo refutando públicamente la teoría de que las vacunas contienen nanorrobots, o que la selva amazónica “no se puede incendiar”, como dijo él. Toda esa energía, que se podría haber dedicado a exigir un mejor sistema de salud pública, o unas medidas más rotundas contra el cambio climático, se perdió en combatir espeluznantes sinsentidos.

Pero Bolsonaro no nos dejó más remedio en ningún momento, hasta las elecciones. Existen pocas dudas de que él aspiraba a la autocracia y que aprovecharía cualquier oportunidad para mantenerse en el poder; la necesidad de derrotarlo se volvió absoluta, con prioridad sobre cualquier otra preocupación. Eso explica la amplitud de la coalición en torno a la candidatura de Da Silva, compuesta incluso por antiguos adversarios del centroderecha. La contienda electoral se redujo a una simple disyuntiva: a favor o en contra de Bolsonaro.

En realidad, no es tan sencillo. Para empezar, no existe una solución tangible al problema de que las redes sociales parezcan empujar a los ciudadanos a posturas más extremas, agravando así la polarización. Después, los políticos avalados por Bolsonaro son hoy parte consolidada del paisaje político. Más de una docena de gobernadores pro-Bolsonaro, de los 27 del país, ganaron las elecciones, y su partido es el mayoritario en el Senado, tras obtener 8 de los 27 escaños que se disputaban. (Algunos de los nuevos senadores, que permanecerán en el poder los siguientes 8 años, son exministros del gobierno de Bolsonaro.)

La extrema derecha también ha aumentado su influencia en el Congreso: el partido del presidente obtuvo 99 escaños en la Cámara Baja, compuesta por 513 miembros. Puede que Bolsonaro abandone su cargo, pero el bolsonarismo no está ni mucho menos acabado.

Esto plantea graves desafíos para el gobierno entrante. No solo una derecha envalentonada será una molestia constante para Da Silva, sino que además lo obligará a depender de los partidos de centro, lo que despeja el camino al intercambio de favores —que con frecuencia genera corrupción— que ha perjudicado a la democracia brasileña desde su origen. Aun así, no se debe infravalorar esta oportunidad para emprender una nueva trayectoria política. Se podría desplazar a la extrema derecha de vuelta a los márgenes, tras haber ocupado la presidencia. Como mínimo, quizá tengamos un gobierno más preocupado por la creciente desigualdad y el hambre que por el número de seguidores en sus carreras en motocicleta. Eso por sí solo ya es un bálsamo.

Y lo que es fundamental: los brasileños deberían poder volver a hablar de temas más urgentes, como el déficit de vivienda del país, la educación pública, la policía militar y el racismo. Tal vez podríamos incluso hablar de cosas que nos interesan y nos asombran, que nos resultan placenteras. (Tortugas y astronomía, ¿se apunta alguien?) Después de todo lo que hemos pasado, nos merecemos disfrutar de un cierto respiro de la locura.

Fuente: The New York Time.

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Por Vanessa Barbara

SÃO PAULO, Brasil — Cuatro años de locura están cerca de terminar. En una tensa segunda vuelta, Luiz Inácio Lula da Silva se impuso sobre el presidente Jair Bolsonaro con el 50,9 por ciento de los votos. A menos que las cosas tomen un giro radical —el temido golpe de Estado que lleva meses cerniéndose sobre el país—, Da Silva será, el 1 de enero, presidente de Brasil.

No fue fácil. El mes pasado ha sido una síntesis de la era Bolsonaro. La desinformación ha estado desenfrenada. (El comité de campaña de Da Silva tuvo que confirmar, a raíz de los rumores difundidos en las redes sociales, que “no ha hecho un pacto con el diablo, ni ha hablado nunca con Satán”). También ha habido amplios debates sobre canibalismo, de francmasonería y de la supuestamente deseable política de la época medieval. Y, por supuesto, ha estado presente la amenaza de la violencia política, con la aparente bendición de las altas instancias.

Al menos, por el bien de nuestra salud mental colectiva, podemos decir que Bolsonaro ha sido derrotado. No es que el país esté demasiado en sintonía con Da Silva y la política de centroizquierda del Partido de los Trabajadores, que gobernó el país durante 13 años, hasta 2016. Se trata más bien de que los últimos 4 años con Bolsonaro nos han demostrado lo bajo que puede caer un país, y estamos desesperados por salir de la ciénaga del abatimiento político.

Hay muchas cosas que no echaré de menos de este gobierno: su desatención asesina, su arraigada corrupción, su fanatismo. Uno de los grandes alivios es que ya no tendremos que hablar de cosas demenciales. Brasil, al menos, puede volver a algo parecido a la cordura.

Es difícil creer lo mucho que ha cambiado el debate público. Hace 9 años, los brasileños salieron a la calle a manifestarse en defensa del transporte público gratuito. ¿Cuánto nos hemos alejado hoy de ese tipo de mentalidad cívica? Ahora nos pasamos buena parte del tiempo afirmando (cada vez con más exasperación) que la virología existe y que el cambio climático no es un bulo globalista.

Nos da miedo salir a la calle a manifestarnos y que eso le dé al gobierno una excusa para intentar dar un golpe de Estado. Creemos que cualquier civil que pasa a nuestro lado en coche puede ir armado. Sabemos que vestir de color rojo se considerará una declaración política. (Hace poco, un cardenal católico brasileño fue criticado por su tradicional vestimenta roja, lo que demuestra que ni siquiera el clero está libre de sospechas). No nos atrevemos a comentar las noticias con nuestros vecinos, por temor a lo que puedan decir. Nunca hubo tanto silencio en los ascensores.

Lo cierto es que en la sociedad brasileña siempre han dominado las fuerzas conservadoras. Ninguno de los avances de las dos últimas décadas se consiguió con facilidad: el programa de ayudas sociales Bolsa Família, la discriminación positiva en las universidades y el sector público o el matrimonio igualitario. Todos fueron objeto de burlas, si no de la franca indignación, de la mayoría de los conservadores. Pero estas batallas las libraron la centroizquierda y la centroderecha, que entonces eran lo bastante razonables para entablar un debate democrático. Eso cambió cuando llegó Bolsonaro a la escena nacional. Poco a poco al principio, y luego súbitamente, estalló una represa de extremismo derechista reprimido.

Día tras día, la integridad del discurso público se ha ido diluyendo con las afirmaciones conspirativas, turbopropulsadas por las redes sociales y alentadas por Bolsonaro. Nos hemos visto obligados a perder el tiempo refutando públicamente la teoría de que las vacunas contienen nanorrobots, o que la selva amazónica “no se puede incendiar”, como dijo él. Toda esa energía, que se podría haber dedicado a exigir un mejor sistema de salud pública, o unas medidas más rotundas contra el cambio climático, se perdió en combatir espeluznantes sinsentidos.

Pero Bolsonaro no nos dejó más remedio en ningún momento, hasta las elecciones. Existen pocas dudas de que él aspiraba a la autocracia y que aprovecharía cualquier oportunidad para mantenerse en el poder; la necesidad de derrotarlo se volvió absoluta, con prioridad sobre cualquier otra preocupación. Eso explica la amplitud de la coalición en torno a la candidatura de Da Silva, compuesta incluso por antiguos adversarios del centroderecha. La contienda electoral se redujo a una simple disyuntiva: a favor o en contra de Bolsonaro.

En realidad, no es tan sencillo. Para empezar, no existe una solución tangible al problema de que las redes sociales parezcan empujar a los ciudadanos a posturas más extremas, agravando así la polarización. Después, los políticos avalados por Bolsonaro son hoy parte consolidada del paisaje político. Más de una docena de gobernadores pro-Bolsonaro, de los 27 del país, ganaron las elecciones, y su partido es el mayoritario en el Senado, tras obtener 8 de los 27 escaños que se disputaban. (Algunos de los nuevos senadores, que permanecerán en el poder los siguientes 8 años, son exministros del gobierno de Bolsonaro.)

La extrema derecha también ha aumentado su influencia en el Congreso: el partido del presidente obtuvo 99 escaños en la Cámara Baja, compuesta por 513 miembros. Puede que Bolsonaro abandone su cargo, pero el bolsonarismo no está ni mucho menos acabado.

Esto plantea graves desafíos para el gobierno entrante. No solo una derecha envalentonada será una molestia constante para Da Silva, sino que además lo obligará a depender de los partidos de centro, lo que despeja el camino al intercambio de favores —que con frecuencia genera corrupción— que ha perjudicado a la democracia brasileña desde su origen. Aun así, no se debe infravalorar esta oportunidad para emprender una nueva trayectoria política. Se podría desplazar a la extrema derecha de vuelta a los márgenes, tras haber ocupado la presidencia. Como mínimo, quizá tengamos un gobierno más preocupado por la creciente desigualdad y el hambre que por el número de seguidores en sus carreras en motocicleta. Eso por sí solo ya es un bálsamo.

Y lo que es fundamental: los brasileños deberían poder volver a hablar de temas más urgentes, como el déficit de vivienda del país, la educación pública, la policía militar y el racismo. Tal vez podríamos incluso hablar de cosas que nos interesan y nos asombran, que nos resultan placenteras. (Tortugas y astronomía, ¿se apunta alguien?) Después de todo lo que hemos pasado, nos merecemos disfrutar de un cierto respiro de la locura.

Fuente: The New York Time.

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