Por José Báez Guerrero
Benito Martínez Ocasio conmocionó la farándula dando dos conciertos con alrededor de 80,000 asistentes que gastaron casi tres millones de dólares para escucharlo interpretar canciones de una vulgaridad descomunal, pero enorme popularidad, encendiendo un debate en redes y medios acerca de este fenómeno conocido como Bad Bunny.
Su éxito comercial es indiscutible. Desde sus inicios en 2016, el artista –porque sí lo es— acumula premios como dos Grammy, cuatro Grammy Latinos, ocho de Billboard Music y trece galardones Lo Nuestro. Contribuyó a llevar al género urbano, sincretismo en español del rap, reggaetón y hip hop, a una popularidad sin precedentes al nivel mundial, incluyendo lograr dos veces ser el intérprete más visto en Spotify sin cantar en inglés.
Su fama está rodeada de controversia. Sus fans lo adoran y otro segmento del público rechaza visceralmente su disruptivo arte, que sus defensores justifican alegando que sacude los cimientos de lo que despectivamente llaman “moral burguesa” o “sistema de dominación cultural”.
¿Qué dice Bad Bunny?
Martínez Ocasio inició su carrera hace seis años con su canción “Diles”, nada que ver con el “Dile” de Sergio Vargas. A diferencia de colegas suyos como Omega o Tokischa, Bad Bunny ha merecido elogios por su calidad musical, no sólo su notoriedad.
La revista Rolling Stone dice que canta y rapea “como si estuviera conversando”, “con un tono bajo como de estiércol líquido (slurry)”, con “melodías viscosas en la cadencia de un rapero”.
Aparte de cualquier consideración musical, las letras o lírica son la piedra o peñones de escándalo.
Un conocido empresario posteó que Bad Bunny es “el Mesías de lo explícito, pues sus frases son ‘te lo quiero mamar’, ‘te lo voy a meter’, ‘hagamos un trío’, ‘mami toma esta leche’, ‘quiero romperte ese culo’, ‘vamos a fumar (yerba)’, ‘quiero darte tu lechita mami’ y ‘vamos a emborracharnos’.
La procacidad excluye cualquier alusión poética. Con expresiones contrarias a la calidad y dignidad humanas que rompen con la moral social y su incitación a ilegalidades, Bad Bunny usa su fama para promover causas polémicas cuyos activistas progres le reciprocan el favor aumentando su notoriedad, que crece vertiginosamente gracias a la ubicuidad de las redes sociales y la internet.
El debate incluye interminables sofismas sobre si la sociedad es criticable por producir un conejo malo y otros exponentes similares de la marginalidad y del poder disruptivo del arte popular, o si en cambio Martínez Ocasio y sus colegas influyen en la degradación cívica que temen los conservadores.
Quizás ni una ni otra cosa sino todo lo contrario o ambas simultáneamente, si pasamos a argumentar con similar sindéresis o falta de ella.
¿Quién es este chico?
Martínez Ocasio nació en 1994 en Vega Baja, Puerto Rico, hijo de un camionero y una maestra. El mayor de tres varones, se crió en un hogar de pueblito playero, alejado de la cultura callejera. Asistía a misa con su mamá y cantó en el coro.
El producto comercial Bad Bunny nació en 2016. Como mayores influencias iniciales nombra a Daddy Yankee y salseros de su país. Cardi B y J Balvin lo ayudaron a saltar al estrellato, dos años después de debutar. Playboy y Rolling Stone han puesto a Bad Bunny en sus portadas.
El nombre viene de una foto cuando niño, disfrazado de conejo, con el rostro muy enojado. Declara que sus raíces son muy distintas a las de músicos de grandes ciudades.
Su pareja, hace cinco años, es una apuesta diseñadora de joyas, fotógrafa y cantante, Gabriela Berlingeri, compatriota de ascendencia irlandesa, un año menor y con dos millones de seguidores en Instagram. No tienen hijos, él dice que quiere ser padre.
Su patrimonio neto suma US$20 millones según cálculos conservadores; publicaciones estadounidenses le atribuyen casi US$130 millones. Según Billboard, en agosto pasado Bad Bunny realizó nueve conciertos que promediaron 45,000 taquillas vendidas e ingresos brutos de US$10.1 millones cada uno o sea US$91 millones en un mes malo con pocas presentaciones.
El debate
Al parecer estoy en minoría al opinar que cuando la mediocridad sustituye la excelencia, la contemporización al criterio y bárbaras vulgaridades a la decencia, por falta de suficiente gente que diga sinceramente su opinión sobre fenómenos como Bad Bunny, se presagia nada bonito.
Un simpatizante suyo dijo: “el desprecio por manifestaciones artísticas ‘decadentes’ no es sinónimo de virtud cívica” y respondí: “virtud cívica y él pertenecen a galaxias opuestas del universo de las ideas y del arte. Exaltarlo, aunque sea popular, no te hace mejor persona”.
Otro opinó: “Bad Bunny promueve tolerancia, inclusión y respeto a la diversidad. Protesta por la situación política de su país. El tipo lidera una generación, un tejido social que hace rato cambió, para bien o para mal…”.
Una señora invocó a Octavio Paz, en Tiempo Nublado de 1982, sugiriendo que “América Latina está en dramática involución cultural sin remedio. Fue premonitorio que Paz dijera eso”.
Una joven escribió: “Don, hace rato que esa subcultura del perreo se baila. Si mi hija lo hace, espero entender por qué, yo he perreado tanto que sería hipócrita negárselo”.
Un tuitero dijo: “Triunfan la ignominia, mediocridad e ignorancia. Letras perversas indescifrables, son balbuceos soeces, monótonos, embrutecedores, elementales. Es lamentable, que niños oigan eso desde primaria, esa primitiva visión de la vida”.
Chupe usted…