Por Tony Raful
Todo acontecimiento social humano tiene categoría cultural. En la miscelánea atiborrada de fragmentaciones geográficas y en los tiempos glaciales donde se hace perezosa la historia, el recorrido tiene convergencias culturales esenciales para definir estadios y momentos estelares del conocimiento, como acumulación y experiencia. Elemento distintivo es la lengua, digamos protagónico en los procesos de identidad, No podemos prescindir de la lengua en su largo trayecto de diferenciación regional y multifacética, condición acumulativa en los ciclos históricos. Las lenguas opíparas de los Imperios consagradas por la dominación, nunca fueron inmóviles en su hacendosa estructura de signos y coeficientes marcados por las ideologías dominantes.
La cantidad de lenguas habladas tanto las oficiales, como las marginales, representan en su totalidad, labranza de ciclos y momentos coyunturales, aproximaciones al significante en cuanto la palabra es símbolo, proceso sociológico acumulativo íntimamente vinculado a los intereses del mercado. En ese tránsito desaparecen cada milenio o siglos, innumerables lenguajes que ostentaron supremacía social o mejor dicho correspondencia univoca, etnias que significando lo mismo, validaban símbolos del Poder fragmentados. Desde la sociedad primitiva, como predecesora de la organización tribal y constante reproducción de dioses y ritos, la humanidad escindida ha ido acumulando espacios en los cuales, la reproducción de riquezas ha sido en su distribución social una aberración que ha posibilitado la desigualdad espantosa de las comunidades.
La lengua es el vector fundamental de la cultura, es una especie de identidad primaria pero la cultura no es del todo, un proceso de acumulación programada, hay en su semilla radioactiva una libertad florecida de cambios, de mutaciones lingüísticas en las cuales desaparecen las lenguas troncales, y otras se catapultan en su esencia cognoscitiva. Se trata de una libertad de fraccionamientos geográficos que surten de valores diferentes el porvenir de las lenguas, añadiendo las redefiniciones de carácter económico, las diversas acepciones del Estado llevando a rastras la categoría conceptual de las clases y grupos operativos comerciales. Pero no confundamos la cultura. Ella es la zapata de poderes acumulativos de la sociedad como estructura funcional. Si bien la economía traza el rumbo del crecimiento y el desarrollo de las fuerzas sociales, el proceso identitario es vital, se produce tubular, paralelo a la necesidad productiva en tiempo y espacio cautivo. La cultura unifica e identifica pero a la vez en una fase dicotómica, segmenta identidades.
Esto explica la atomización geográfica en vastas zonas de África y otros continentes. En los procesos coloniales de conquista, dominación y pillaje, solo la cultura y sus valores esenciales de diferenciación, permiten como coyuntura curiosa, la pluralidad geográfica y unidad hacia lo interior, como proyectos de identidad nacional en reinos, tribus y Repúblicas. Al respecto, nuestra isla es una especie de laboratorio humano experimental, donde absurdos geográficos y colonialistas, luego de saquearla, pretenden quebrantar identidades y valores innegociables. Por supuesto la percepción de lo nacional como identidad conlleva simultáneamente una diferenciación basada en consideraciones, valores y destinos. Defender la identidad nacional en el marco histórico y sociológico de nuestro tiempo, es preservar el presente y defender el porvenir de las nuevas generaciones.