Por Eyal Press
El 29 de abril de 2021, alrededor de las 3:45 p. m., Carl Chan, presidente de la Cámara de Comercio de Chinatown de Oakland, California, caminaba por la Eighth Street, no lejos del distrito de Chinatown, cuando un extraño lo golpeó en la parte de atrás de la cabeza. El golpe hizo que Chan, un hombre delgado de poco más de 60 años, cayera en la acera. Sus anteojos salieron disparados y su rodilla izquierda, que amortiguó la caída, quedó raspada y con sangre. Según Chan, el extraño le gritó un insulto racista contra los asiáticos antes de emboscarlo.
Menos de una hora después, la policía de Oakland arrestó al agresor de Chan. Era un hombre de 25 años llamado James Lee Ramsey. Antes del ataque, Ramsey había estado en San Francisco, según les dijo a los oficiales que lo detuvieron, donde, según el informe policial, había visto “cosas locas” como “hombres mitad perro y hombres mitad gato”. Ramsey, quien estaba en situación de calle, había sido diagnosticado con trastorno bipolar y esquizofrenia, según descubrieron los oficiales que lo interrogaron, para lo cual le habían recetado medicamentos. Ramsey dijo que había dejado de tomar los medicamentos.
Desde el comienzo de la pandemia de covid, una ola de violencia contra los estadounidenses de origen asiático se ha extendido por todo el país. Se han realizado agresiones flagrantes en las que las víctimas han sido escupidas, golpeadas, empujadas de los andenes del metro, apuñaladas y baleadas fatalmente. En una impactante cantidad de ataques que han sido noticia, las personas arrestadas, al igual que Ramsey, han resultado tener graves problemas de salud mental.
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En marzo de 2021, en la ciudad de Nueva York, tuvo lugar una brutal serie de ataques contra personas asiaticoestadounidenses, entre ellos un perturbador episodio cerca de Times Square que involucró a una mujer filipina que fue pisoteada repetidas veces en la cabeza en plena luz del día. Según informes, la policía y los investigadores consideraron que de las siete personas que fueron arrestadas en estos incidentes, todas habían mostrado signos de trastornos emocionales, lo que llevó a Tommy Ng, quien en ese entonces era el director del Comando de Crímenes de Odio contra Asiáticos de Nueva York, a describir la enfermedad mental como un “denominador común” en la serie de ataques.
Aunque los delitos de odio contra personas asiaticoestadounidenses han disminuido en Nueva York durante la primera mitad de este año, la superposición entre los ataques por prejuicios y las enfermedades mentales ha persistido. En mayo, el Departamento de Policía de Nueva York anunció que, de las 100 personas arrestadas por delitos de odio en la ciudad durante los primeros cuatro meses de 2022, cerca de la mitad había sido calificada con anterioridad como emocionalmente perturbada por la policía.
Dado este patrón, hablar con franqueza sobre el papel que pueden desempeñar las enfermedades mentales en la violencia por motivos raciales pareciera ser un tema pendiente y necesario. Sin embargo, hay razones por las que las conversaciones sobre este asunto también son peligrosas y tensas. Algunas personas podrían temer que tener estos debates refuerce los estereotipos negativos, en particular al jugar con la percepción generalizada de que los enfermos mentales son violentos y peligrosos. En realidad, las personas que experimentan una enfermedad mental son mucho más propensas a ser víctimas de la violencia que a ser las victimarias, señala Carlos Cuevas, psicólogo clínico y profesor de la Universidad del Nordeste, quien estudia los delitos de odio.
Otro peligro es que se invoque la enfermedad mental para desviar la atención de la retórica y las ideas que inspiran actos de extremismo violento. Consideremos la rapidez con la que algunas figuras influyentes de la derecha citaron la salud mental para explicar la conducta de Payton Gendron, un presunto supremacista blanco que fue acusado de asesinar a 10 personas negras en un Tops Friendly Market en Búfalo, el 14 de mayo (él se ha declarado inocente). Se cree que Gendron planificó de forma meticulosa su ataque y expuso su razonamiento en un manifiesto racista y antisemita de 180 páginas en el que profesó su adhesión a la teoría del gran remplazo, la idea conspirativa de que las élites están tratando de remplazar a los estadounidenses blancos con inmigrantes de color. Esto no impidió que el presentador de Fox News, Tucker Carlson, se apresurara a etiquetara Gendron como un “paciente mental” cuyo manifiesto “delirante” no era un documento político, sino el producto de una mente “enferma”. Fue una forma conveniente para Carlson de explicar la matanza de la que se le acusa a Gendron y las ideas racistas que parecía defender, algunas de las cuales ha popularizado el propio Carlson en su programa.
El periodista Jeff Sharlet, quien ha escrito mucho sobre el extremismo de derecha, ofreció una interpretación distinta sobre el manifiesto de Gendron. “Que no se hable de ‘enfermedad mental’”, tuiteó mientras leía el texto en línea. “Este documento es muy contundente, articula el odio fascista y está directamente relacionado con ideas de extrema derecha bastante conocidas”. Estas son ideas que ayudan a explicar por qué los crímenes de odio contra los latinos se han intensificado en los últimos años, al igual que los ataques contra la comunidad negra, la cual es, por mucho, la mayor víctima de este tipo de violencia. Las enfermedades mentales también se han invocado de forma selectiva, y suelen ser reservadas para los miembros de algunos grupos raciales y religiosos con mucha más frecuencia que otros. “Si eres una persona blanca y matas a un montón de musulmanes, es porque estás loco”, dijo Stephen Hart, profesor de psicología en la Universidad Simon Frasier en Canadá, quien estudia el riesgo de violencia entre personas con trastornos psicológicos. “Pero si eres musulmán y matas a un montón de blancos, inmediatamente es terrorismo”.
Hace una década, algunos noruegos sintieron que la etiqueta de enfermedad mental se le estaba aplicando erróneamente a Anders Breivik, un extremista de derecha que, el 22 de julio de 2011, asesinó a 69 personas en un campamento juvenil dirigido por el Partido Laborista de izquierda, tras asesinar a ocho personas en Oslo horas antes ese mismo día. Al igual que Gendron, a quien al parecer inspiró, Breivik explicó su razonamiento en una perorata racista que pedía la deportación de todos los musulmanes de Noruega y arremetía contra el “genocidio cultural contra los pueblos originarios de Europa” (con eso se refería a personas blancas como él). Después de los asesinatos, no mostró ningún remordimiento, como cabría esperar de un fanático que sintió que era su deber y misión asesinar a personas de izquierda responsables de permitir la entrada de musulmanes a Europa.
Pero como escribe Asne Seierstad en One of Us, su libro sobre Breivik, dos psiquiatras forenses nombrados por el tribunal interpretaron su falta de empatía de otra manera: como un síntoma de esquizofrenia paranoide, lo que en Noruega quería decir que Breivik sería enviado a un hospital psiquiátrico en lugar de una prisión. El diagnóstico se realizó a pesar de que el propio Breivik describió la masacre que había cometido como un acto político, una carnicería deliberada que ejecutó con plena intención de acuerdo con sus creencias. Al igual que en el caso de Gendron, estas creencias no eran solo de Breivik. Las compartían algunos miembros del Partido del Progreso, un partido antimusulmán al que Breivik había pertenecido (los líderes del partido condenaron sus acciones). Posteriormente, una segunda evaluación psiquiátrica concluyó que, si bien Breivik había exhibido signos de trastorno disocial de la personalidad y “rasgos narcisistas”, no era psicótico, lo que despejó el camino para su juicio y posterior condena.
Como muestra el caso de Breivik, determinar quién debe ser clasificado como un agresor con enfermedad mental no es fácil, no solo por razones de diagnóstico, sino también por razones morales y políticas. En su libro Hatred: The Psychological Descent Into Violence, el psiquiatra Willard Gaylin argumenta que la ubicuidad de las interpretaciones psicodinámicas de la violencia destructiva corre el riesgo de trivializarla.
Para ilustrar el peligro, Gaylin citó la respuesta del cardenal Bernard Francis Law, arzobispo de Boston, durante la declaración para el juicio de John J. Geoghan, un sacerdote católico que fue declarado culpable de tocar indebidamente a un niño de 10 años y acusado de violar y abusar de más de 130 niños, abusos que sus superiores conocieron durante décadas. “Vi esto como una patología, una patología psicológica, una enfermedad”, declaró el cardenal Law sobre esas acusaciones. Fue una desviación sorprendente del tipo de lenguaje que la Iglesia solía utilizar cuando condenaba conductas que consideraba inmorales, como la homosexualidad y el aborto. También recalcó lo que puede suceder en una cultura “donde nada está bien o mal, sino que solo es enfermo o sano”, argumentaba Gaylin, “donde nada se considera punible, solo tratable”. Para confrontar el odio violento, necesitamos poder nombrarlo e identificarlo como perverso, mantiene Gaylin, un imperativo que el lenguaje terapéutico puede truncar. “Si todo comportamiento aberrante fuera enfermizo, ya no habría lugar para los juicios”, argumenta.
Sin embargo, reconocer el papel que pueden tener los problemas de salud mental en los delitos de odio no implica restarle importancia a su carácter prejudicial o desviar la atención del lenguaje y las ideas incendiarios que pueden propiciar su ascenso. En Estados Unidos, con demasiada frecuencia, parece surgir una lógica binaria falsa: los problemas médicos contra los políticos. La verdad es que a menudo es imposible desvincular la experiencia interna de los trastornos mentales de las fuerzas externas políticas y sociales que dan forma al mundo. Además, las personas que padecen enfermedades mentales no son más inmunes a estas fuerzas que el resto de la sociedad. Una de las razones por las que la retórica de figuras como Carlson es tan peligrosa es que puede infiltrarse en la cultura y, con el tiempo, contribuir a impulsar a un individuo furioso con inestabilidad mental a actuar de manera violenta. Podría fomentar el terrorismo estocástico: violencia inspirada por lenguaje incendiario cuya erupción es predecible, aunque los detalles específicos no lo son.
En 2019, un hombre armado en El Paso, Texas, abrió fuego en un Walmart y mató a 23 personas, muchas de ellas latinas. El atacante acusado, un hombre blanco de 21 años llamado Patrick Crusius, quien se declaró inocente, tiene, según sus abogados, síntomas psicóticos, pero sin duda no pareció haber elegido a sus víctimas al azar. Antes de perpetrar el tiroteo en masa, los investigadores creen que publicó un manifiesto en 8chan que denunciaba la “invasión hispana” de Estados Unidos, un sentimiento que ha expresado un coro cada vez mayor de figuras xenófobas de derecha en años recientes, entre quienes destaca Donald Trump.
A Edward Dunbar, profesor de psicología en la Universidad de California, Los Ángeles, quien investiga delitos motivados por prejuicios, no le sorprende que, durante la pandemia, cuando se cernió un discurso antiasiático en el debate público —gracias en gran medida a Trump, quien se refirió en repetidas ocasiones a la COVID-19 como el “virus chino” y la “gripe kung-fu”— algunas personas con trastornos de salud mental tomaran acciones en consecuencia. Como señaló Dunbar, una de las cosas que puede propiciar los crímenes de odio es cuando los líderes públicos satanizan a un grupo, con lo que, en la práctica, le mandan un mensaje a la sociedad de que dañar a sus miembros no tiene ninguna repercusión social. Nadie debería sorprenderse cuando individuos que no controlan sus impulsos o padecen delirios paranoides terminan por agredir a otros, dijo Dunbar, sobre todo cuando los individuos con problemas de salud mental, agravados por la pobreza o la falta de vivienda, perciben al grupo demonizado como exitoso, una suposición que se ha hecho desde hace mucho sobre los estadounidenses de origen asiático. “Al igual que con olas previas de antisemitismo, el resentimiento hacia los asiáticos está dirigido contra aquellos que les va bien o mejor que a ti”, explicó Dunbar.
En este aspecto, cabe señalar que la mayoría de las personas con un trastorno mental que fueron detenidas por atacar a personas asiáticas en la ciudad de Nueva York durante la pandemia no solo estaban emocionalmente perturbadas. Muchas también estaban desamparadas, personas como Martial Simon, un haitiano-estadounidense con esquizofrenia a quien se le había visto en un comedor comunitario en años recientes balbuceando con rabia. Gran parte de su rabia iba dirigida a los médicos y al sistema de atención médica, debido al hecho de que, Simon había sido hospitalizado, una y otra vez, para luego ser dado de alta antes de que se sintiera estable.
Al igual que miles de personas con enfermedades mentales en Nueva York, Simon fue abandonado a sus propios medios en las calles, pasó de cárceles a hospitales durante años sin acceso a una vivienda estable o una atención psiquiátrica remotamente adecuada. En una ocasión, en 2017, al parecer le dijo a un psiquiatra que temía que en algún momento empujaría a una mujer a las vías del metro. Esta advertencia no impidió que volvieran a darlo de alta. Unos cuatro años después, el 15 de enero, empujó a Michelle Alyssa Go, una mujer asiaticoestadounidense de 40 años, frente a un tren de la línea R con destino al sur. Ella murió al instante. “Señor mío, por favor”, dijo la hermana de Simon cuando se enteró de lo sucedido. “¿Saber que mi hermano le costó la vida a otra persona, no por ser una mala persona, sino porque no recibió la ayuda que necesitaba? No se puede soportar”.
Nuestra manera de hablar sobre este tipo de delitos suele apelar a una falsa dicotomía, enfrentar a las víctimas contra los defensores de las personas con trastornos mentales. Esto es lo que sucedió en Oakland, luego de que el ataque contra Carl Chan se hizo noticia e incitó a Nancy O’Malley, la fiscala de distrito del condado de Alameda, a acusar al agresor, Ramsey, de dos cargos: “Agresión con fuerza que podría derivar en lesiones corporales graves” y un crimen de odio. El hecho de que Chan fue atacado debido a su raza les pareció bastante obvio a sus simpatizantes en la comunidad asiaticoestadounidense. Pero para algunos activistas locales no tenía nada de evidente, sobre todo cuando se dio a conocer la gravedad de los problemas de salud mental de Ramsey y se plantearon dudas sobre si su motivación había sido una antipatía hacia las personas asiáticas. En una audiencia preliminar, el defensor público de Ramsey señaló que Chan no mencionó que se le hubiera dirigido un insulto racista cuando reportó el altercado por primera vez a la policía, lo cual hizo que algunos cuestionaran la veracidad de su acusación. (Sí reportó el insulto racista al día siguiente).
“La enfermedad mental no es un delito”, proclamaba un folleto que puso en circulación The Anti Police-Terror Project, una organización comunitaria que aboga por mantener a las personas con trastornos mentales fuera del sistema judicial penal y que no tardó en exigir que se desestimara el caso contra Ramsey. (El cargo de crimen de odio que le fue imputado a Ramsey al final se anuló.) En la opinión de Cat Brooks, la cofundadora del grupo, lo que le ocurrió a Chan no fue un ataque motivado por la discriminación, sino la consecuencia predecible de la enfermedad mental de Ramsey, la cual, según cree, bien podría haberlo llevado a atacar a una persona no asiática. “Este simplemente no fue un delito basado en el odio”, me dijo.
Fuente; NYT