Por Pablo McKinney. El bulevar de la vida.
El Ministerio de Cultura tiene la encomienda constitucional de garantizar la libertad de expresión sin censura previa, de promover el debate civilizado de las ideas en todas las actividades que organiza, por más descabelladas que estas pudieran parecernos.
Viendo las reacciones surgidas a partir de la lectura, en una de las actividades abiertas de la Feria del libro, de un poema desastroso y panfletario sobre el feminismo, los mulatos y las personas trans, confirmo el gran déficit democrático que padece la sociedad dominicana.
Y es que el talante democrático uno lo demuestra tolerando y respetando la visión que del mundo, la religión, la vida, la inmigración, la sexualidad o la raza tiene alguien situado ideológica y filosóficamente en las antípodas de nuestros pareceres.
Respetar y tolerar aquellos inolvidables discursos del Dr. Peña Gómez, una conferencia de sociología política del profesor Bosch, o una disertación sobre literatura desde la prosa bendecida de José Rafael Lantigua es fácil, sumamente fácil.
La condición de verdadero demócrata de un homo sapiens se demuestra cuando nos toca escuchar o leer a quienes piensan muy diferente a nosotros.
Hablo de respetar, por ejemplo, a quien presenta un libro donde explica que la dictadura de Trujillo salvó al país, que los asesinatos de los doce años no ocurrieron nunca. Hablo de guardar civilizado silencio ante el cienciólogo patidifuso que asegura que la homosexualidad es contagiosa, que en Dominicana solo hay blancos y mulatos y, además, está convencido de que ser católico o evangélico otorga automáticamente la categoría de buena persona, justo lo contrario de lo que pasa con quienes practican el budismo, el islamismo, o son agnósticos o ateos.
Es difícil entender, cómo alguien que se dice seguidor del hijo de un carpintero que nos amó a todos y especialmente a la María Magdalena, ¡ay, la María de cada quien!, seguridor del hijo de un dios que, según mis fuentes, es el mismísimo amor, pueda odiar, excluir, denostar y descalificar precisamente a quien su Dios, en su libro sagrado, le mandó a amar: “amaos los unos a los otros”, o sea.
A nuestra frágil democracia en pañales hay que protegerla del fascista sentido absoluto de la verdad de estos señores; de su falta de contemplación y de respeto hacia los demás, incluidos ellos mismos.
Salvarla de estos propagandistas del odio, príncipes de la descalificación, marqueses del oprobio, que para cada argumento siempre tienen a mano un insulto.
¡Que Dios, Jehová o Checherén les perdone!