¿Qué ocurre en la mente de un sacerdote que se va a vivir con una familia mientras espera un trasplante o una operación que lo salve? Héctor Abad Faciolince, que superó una operación a vida o muerte, busca respuestas en ‘Salvo mi corazón, todo está bien’
Nuestros sentidos no están preparados para percibir el mundo tal como es, o al menos tal como lo concebimos hoy en día. Podemos ver bien lo que es grande y lo que está cerca, pero lo muy pequeño o lo muy lejano no logramos verlo. Algo alcanzamos a apreciar a simple vista, sin duda, pero lo que vemos se queda en la superficie. Desde hace cinco siglos sabemos que hay cosas que nuestros ojos son incapaces de percibir: sin microscopios era imposible ver (o incluso solo imaginar), las bacterias, los virus o los espermatozoides. Todas las estrellas que somos capaces de ver con los ojos pertenecen a la Vía Láctea. Sin grandes telescopios podríamos imaginar otras galaxias, hipotéticamente, pero jamás las habríamos visto.
Los más grandes observadores y filósofos de la antigüedad, con los límites de sus sentidos, con la sola fuerza de su pensamiento, tenían intuiciones, hacían inferencias, proponían deducciones, pero jamás habrían imaginado que en cada eyaculación hay trescientos millones de espermatozoides. Hoy, por mucho que lo sepamos, tampoco lo vemos en la vida cotidiana, y tan solo lo podemos imaginar. Aristóteles, un gran pensador con una mente curiosa y brillante, dedujo con su extraordinario poder de observación que no era necesario que todo el esperma quedara dentro de la mujer para que una parte de este la fecundara. Creía, por otro lado, que también la hembra tenía esperma, y eyaculaba, por lo que sostenía que era necesario que hombre y mujer emitieran el semen simultáneamente para que se diera el embarazo:
Si el marido y la mujer no actúan al unísono para eyacular al mismo tiempo, sino que están en gran discordancia, no tendrán hijos. […] La emisión del esperma ha de ser común a los dos sexos para ser fecundo. […] Si la mujer proporciona su parte de esperma y contribuye a la generación, es evidente que los esposos han de ir al unísono. Porque si el hombre eyacula enseguida y la mujer tarda en hacerlo (pues las mujeres son más lentas la mayoría de las veces), es un obstáculo para la fecundación. [Investigación sobre los animales, Libro X]
Hoy el tacto, al tomar el pulso en la arteria radial, en la muñeca, o en las carótidas, en el cuello, nos puede decir muchas cosas sobre la salud de una persona, pero ya no puede decirnos si alguien está vivo o muerto. Hay personas que no respiran, y están vivas, así como hay otras cuyo corazón todavía palpita, y están muertas. Esta vida o esta muerte tampoco la detectan nuestros sentidos, sino los aparatos, igual que en el caso de los telescopios y los microscopios. Hoy la vida y la muerte las definen la presencia o la ausencia de cierto tipo de actividad cerebral que solamente puede ser detectada por máquinas ultrasensibles. Nuestros sentidos, solos, son insuficientes.
La vida y la muerte ya no se ven, ni se tocan, ni se oyen, ni se huelen. Alguien respira sonoramente, y lo oímos, y hasta olemos su aliento, pero puede estar muerto. No percibimos que el aire entre o salga de los pulmones, el tórax no se mueve, pero los expertos nos aseguran que esa mujer sigue viva, aunque no respire. Yo mismo he tenido esa experiencia, así no la recuerde con precisión: mi corazón estuvo quieto y mis pulmones colapsados durante horas, la temperatura de mi cuerpo bajó varios grados, pero no había muerto. La prueba es que lo escribo.
Estoy seguro de que en mi caso la fantasía, o lo que llamamos ficción, proviene de la experiencia. Mi más reciente novela, Salvo mi corazón, todo está bien, nace de la experiencia extrema de sentir que el corazón duele, que te oprime el pecho y sientes que si no te detienes, te sientas o te acuestas de inmediato, vas a morirte en ese mismo momento. Esa fragilidad de la frontera entre la vida y la muerte me obsesionó durante años. Y también me obsesionaba un prejuicio o un temor muy antiguo, de los tiempos de los filósofos y los médicos sin aparatos, que dice así: ¡El corazón no se toca!
¿Qué quiere decir esto? ¿Estoy hablando literal o simbólicamente? ¿Quiere decir que no conviene incorporar las penas de amor, las tristezas del corazón, a nuestros ejercicios literarios? Es verdad que con una herida amorosa muy abierta se suelen cometer, en la escritura, muchos disparates: está uno siempre al borde de ser cursi, sentimental, lacrimoso, patético, predecible, aburrido. Para eso, mejor una balada, un grito malherido, un aria, una canción en la que el amor rime con el dolor.
Pero no. Con eso de que no se toca el corazón yo, que soy muy poco metafórico y en cambio muy literal, quiero decir exactamente eso: que el corazón no se toca. El corazón biológico, físico, médico: el órgano, el músculo, la víscera. ¿Qué es el corazón? William Harvey, el gran descubridor de la circulación sanguínea, lo explicó así: “El corazón es el Sol del microcosmos, el Sol del cuerpo, así como analógica y proporcionalmente se dice que el Sol es el Corazón del mundo”. Hoy sabemos más cosas que Harvey no sabía: así como el Sol flota, como ingrávido, en el espacio, así mismo el corazón flota, sin que nada lo toque, en nuestro pecho. Entre el pericardio (la película que envuelve el corazón) y el músculo hay un líquido denso y suave, un lubricante, y en esa piscina tibia gravita el corazón. Y tal como el Sol no se puede mirar directamente, porque es tan peligroso que nos quedamos ciegos, así mismo, desde la Antigüedad, desde el mismo Galeno, el gran médico griego, el corazón es la parte intocable de nuestro cuerpo. En nuestra carne, se pensaba, hay una parte invisible, el alma, y una intocable, el corazón, pues al tocarlo perdíamos la vida, el alma.
Galeno había observado con mucha atención de qué manera morían los gladiadores. Y se había dado cuenta de que si la punta de un cuchillo, de una lanza, de un colmillo de león penetraba, así fuera muy levemente, en el corazón, el gladiador moría desangrado en poco tiempo. Y si esta herida se daba en el ventrículo izquierdo, mucho más rápidamente todavía llegaba la muerte. Y así fue siempre, para la medicina antigua y la moderna. Cuando los muy expertos embalsamadores egipcios preparaban los cadáveres de sus faraones, les sacaban del tórax todos los órganos, las tripas, el bazo, el hígado, los pulmones, y los depositaban en ánforas, pero dejaban en su sitio el corazón intocable. Debía estar ahí, intacto, pues en el juicio divino había que pesar ese corazón, y si era duro y pesado, si pesaba más que la pluma del ave Fénix, entonces el muerto se iba para los profundos infiernos, o un sitio parecido.
El corazón es el órgano que primero se mueve, suena, palpita, cuando somos apenas un feto. Va rapidísimo, a cientos de pulsaciones por minuto, como el corazón del colibrí. Y el último que deja de latir, cuando nos morimos (al menos para la concepción de la muerte antigua, la muerte sin aparatos que la certifiquen). En general, los médicos siguen expidiendo los certificados de defunción a la manera antigua. Hace poco más de un año, el 7 de septiembre de 2021, al mediodía, mis hermanas y yo rodeábamos a mi madre de noventa y seis años, que estaba agonizando. Apenas si respiraba, apenas si inhalaba el espíritu vital, como decían los antiguos, el oxígeno, como decimos nosotros, pero mi hermana médica solo nos dijo que había muerto cuando dejó de sentir el pulso en la muñeca y dejó de oír en el pecho, con el estetoscopio, su corazón.
Ese corazón intocable. El corazón quieto de mi madre que no debo tocar para no llorar. Bueno: ese corazón que no se podía tocar. El siglo XX, con la gran revolución científica y médica que trajo consigo, cambió todas las cosas. Un médico estadounidense, un médico gringo, y negro además, de nombre Daniel Williams, en el verano de 1893, recibió en Chicago a un joven herido de cantina que había recibido una puñalada en el corazón y se estaba muriendo. La presión por el suelo, casi sin pulso, con la lividez de la muerte ya en el desmayo y en el semblante. Contradiciendo siglos de tradición médica, contradiciendo todo lo que le habían enseñado en la escuela de medicina, cogió un bisturí y amplió la herida al lado izquierdo, entre el esternón y las costillas. Brotaba y brotaba sangre del corazón, sangre negra del ventrículo derecho, y la vida del hombre, un tal James Cornish, se iba yendo por ahí como el agua se va por un desagüe, como arena del tiempo entre los dedos. Pidió por instinto una gran aguja curva y ensartó en el ojo de esa aguja un largo hilo de tripa de gato. Era lo que se usaba en ese tiempo para coser las heridas. ¿Y qué hizo? Se puso a bailar, a danzar con el corazón de Cornish, el joven acuchillado. Cuando el corazón está en sístole, se contrae, sus músculos se vuelven duros como una piedra; cuando el corazón está en diástole, en cambio, se relaja, se vuelve elástico, blando, deja de ser impenetrable. Y fue cosiendo la herida en el corazón al ritmo de las pulsaciones, metiendo la aguja en diástole, esperando un segundo, volviéndola a meter.
Hasta ese día, el problema médico del corazón lo resumía muy bien este “caso” que se cuenta en un poema de Rubén Darío, escrito sin duda en serio, pero que se ha vuelto gracioso con el paso del tiempo:
A un cruzado caballero,
garrido y noble garzón,
en el palenque guerrero
le clavaron un acero
tan cerca del corazón,
que el físico al contemplarle,
tras verle y examinarle,
dijo: “Quedará sin vida
si se pretende sacarle
el venablo de la herida”.
Por el dolor congojado,
triste, débil, desangrado,
después que tanto sufrió,
con el acero clavado
el caballero murió.
Pues el físico decía
que, en dicho caso, quien
una herida tal tenía,
con el venablo moría,
sin el venablo también.
¿No comprendes, Asunción,
la historia que te he contado,
la del garrido garzón
con el acero clavado
muy cerca del corazón?
Pues el caso es verdadero;
yo soy el herido, ingrata,
y tu amor es el acero:
¡si me lo quitas, me muero;
si me lo dejas, me mata!
Aquella tarde en que Daniel Williams, contra todos los preceptos, tocó y cosió el corazón de Cornish (quien salió caminando de la clínica pocas semanas después), empezó a desvanecerse el mito de que el corazón era intocable y comenzó a deshacerse el misterio, el halo sagrado de nuestro corazón. Este se fue volviendo una cosa más entre las cosas, una bomba hidráulica, un músculo con cuatro cavidades, con válvulas y arterias que lo nutren de oxígeno y que si se obstruyen nos da un infarto y nos duele y tal vez nos muramos. Se dio un paso diminuto (unos pocos milímetros de sutura) y al mismo tiempo enorme en la cardiología clínica y sobre todo en la cardiocirugía.
Pasa medio siglo más y ya empezamos a pensar en los trasplantes. Pero antes hay que resolver dos problemas fundamentales: la circulación extracorpórea y la definición de la muerte. Antes (y todavía ahora), como les decía, uno se moría como se murió mi madre: cuando se nos detiene el corazón. Ahora, uno puede estar vivo con el corazón quieto y sin respirar, y puede estar muerto aunque respire y le palpite el corazón. Ya los que dicen si uno está muerto no son los sentidos; tampoco los curas que administran la extremaunción o dan la última bendición, y ni siquiera los médicos. Estamos vivos o muertos según lo que digan los aparatos.
Vámonos un momento al lejano Oriente, a nuestras antípodas geográficas y culturales. Uno de los países más cultos y desarrollados, con medicina de punta, el Japón, llegó con muchísimo retraso a la terapia de trasplante de órganos, y en particular de trasplante de corazón. El motivo fue que, por fidelidad a sus tradiciones, resultó muy difícil cambiar la definición que ellos tenían de la muerte. Nadie estaba muerto mientras le siguiera latiendo el corazón. Y un corazón apto para un trasplante hay que extraerlo vivo, palpitante, fresco, brillante, terso. El corazón se degrada en muy poco tiempo cuando se detiene. Si solo pueden entrar a sacarlo cuando ya está quieto, en el momento en que logra ser extraído (con todos los cortes y precauciones que requiere un órgano para ser trasplantado) ya es muy tarde.
En China, a diferencia del Japón, han sido mucho más prácticos. Cuando una persona joven, en el gran Imperio del Centro, es condenada a muerte, no la llevan a la silla eléctrica ni a la horca: la llevan al quirófano y le van extrayendo sus órganos, incluido, obviamente, el corazón, como piezas de recambio para enfermos que esperan su repuesto en distintas salas de operación contiguas. Los condenados a muerte en la China perecen en el altar de la medicina, tal como algunos condenados a muerte en la antigua Roma perecían en el altar del arte. Cuando en una obra teatral romana algunos personajes debían morir en escena, ocurría que a veces, si había condenados a muerte disponibles, se los conducía al proscenio y se los mataba en el escenario, atravesándolos con las espadas, en aras del extremo realismo de la representación.
Volvamos a nuestros días y a las experiencias con las que yo creé la ficción de mi novela más reciente, Salvo mi corazón, todo está bien. La historia que quiero contar en ella es la de un cura bondadoso, gordo y amable, que está esperando un trasplante de corazón. Fue un cura que yo conocía y que en efecto estuvo en ese trance. El dilema, en la novela, es si tocar o no el corazón simbólico y el corazón real de este sacerdote que está, como estuvimos todos durante la pandemia, con la vida pendiente de un virus, de una neumonía, de un hilito, amenazados siempre con la espada de Damocles de una enfermedad mortal, a veces curable y otras no.
Mi experimento mental, mi ejercicio en la imaginación y en la ficción, consistía en saber qué ocurre con nuestros sentimientos cuando nuestra vida está tan clara e inminentemente amenazada de muerte. Le puse fin al primer borrador de la novela cuando me sometí a una operación de corazón abierto. Mandé el manuscrito a mi agente, Nicole Witt, y le pedí que intentara publicarlo como se lo mandaba si no sobrevivía a la operación. Sobreviví, sin embargo (esto que escribo lo demuestra), y pude darle a la novela otros alcances que habían surgido a partir de mi nueva experiencia. A veces nos tocan el corazón y nos matan, pero a veces nos tocan el corazón y sobrevivimos.
Así escribí esta novela que les ofrezco: sin tocar y tocando el corazón. En ella me centro en el protagonista, el cura Luis Córdoba, mucho más que en mí o en mi propia experiencia. ¿Qué ocurre en la mente, y en el corazón, de un sacerdote que se va a vivir con dos mujeres y tres niños, con una familia, mientras espera un trasplante o una operación que lo salve? Es difícil de saber. Mi apuesta es proponerles a ustedes, lectores, lo que pudo pasar en la vida tal como es, o tal como la imaginamos, y lo que sin duda ocurre en la realidad de la ficción.
‘Salvo mi corazón, todo está bien’. Héctor Abad Faciolince. Alfaguara, 2022. 376 páginas. 19,90 euros.
Fuente: El País