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Determinantes de la migración haitiana

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La funcionalidad del migrante haitiano radica en la obtención de beneficios extraordinarios por parte del capital sobre la base de la compresión de la masa salarial, en detrimento de la clase trabajadora dominicana.

Por Roberto Cassá.

Este artículo pretende ser el primero de una serie sobre la migración haitiana en el país y temáticas colaterales. Se ha suscitado un debate a partir del programa radial en que participé junto con los doctores José Joaquín Puello y Secundino Palacios y algunos periodistas de la emisora Z-101, el sábado 16 de septiembre. La inmensa mayoría de los expositores ha coincidido acerca del imperativo de detener el flujo incontrolado de migrantes y resolver la condición de ilegalidad en que se halla la gran mayoría de los trabajadores haitianos. Las contadas objeciones han eludido referirse al problema, por lo cual hasta ahora propiamente no hay una polémica.

Parto ahora de la tesis de que la migración de trabajadores haitianos opera como el equivalente en una economía periférica en la actualidad de lo que Karl Marx categorizó como “ejército industrial de reserva”. Esta interpretación ha sido expuesta previamente por el destacado sociólogo Mario Bonetti. Pretendo ahora remontarme someramente a los orígenes del fenómeno a fin de desembocar en algunas de sus manifestaciones actuales.

La funcionalidad del migrante haitiano radica en la obtención de beneficios extraordinarios por parte del capital sobre la base de la compresión de la masa salarial, en detrimento de la clase trabajadora dominicana. En tal sentido, la recurrencia a la mano de obra extranjera no se reduce a la elevación de las tasas de beneficio en las unidades productivas, sino que guarda la funcionalidad central en la reproducción de la formación social y en la formación de capitales.

La recurrencia a los migrantes ha acompañado al surgimiento del capitalismo en el país a finales del siglo XIX. Desde sus orígenes, el sistema capitalista hubo de acudir a procedimientos de extorsión sobre la generalidad de la población, posición que incluía convalidar la presión contra los ingresos de los asalariados. Las empresas azucareras, protegidas por los gobiernos liberales que culminaron en la dictadura de Ulises Heureaux, obtuvieron la aquiescencia para traer primeramente braceros de algunas islas de las Antillas Menores. Con el Gobierno Militar de Estados Unidos en 1916, que coincidió con la fase de mayor expansión del sector azucarero, los oficiales de la Infantería de Marina, al servicio de los intereses de las empresas azucareras, favorecieron la llegada de trabajadores provenientes de Haití, país también ocupado desde el año anterior. Se fue cercando al campesinado semiproletario dominicano, que debió buscar refugio en zonas marginales de la frontera agrícola como forma de escapar de la extorsión de las empresas.

Inicialmente la migración estaba regulada por permisos gubernamentales anuales a las empresas, que incluían el compromiso de la repatriación de los braceros después que concluía el período de zafra. Una valiosa documentación al respecto fue recopilada por José Israel Cuello. Durante la dictadura de Trujillo, como parte del impulso forzoso del capitalismo nacional (que incluía una concepción racista del colectivo nacional), se presionó en contra de la migración y se incentivó la inserción de trabajadores dominicanos en las plantaciones cañeras y otros sectores agrícolas, los cuales conocieron una segunda fase de expansión acelerada.

El sistema de concesión de permisos empezó a dejar de funcionar a finales del período de gobiernos de Joaquín Balaguer conocido como los Doce Años. Entonces se produjo una tercera ola expansiva del sector azucarero, conectada con la concesión en arriendo de colonias cañeras a oficiales superiores. Como es bien conocido, el diseño de formación de capitales después de 1965, sustentado en un ordenamiento autoritario, incluía tasas elevadas de ganancia e inversión y, en contrapartida, presión a la baja sobre las retribuciones salariales y los componentes sociales del gasto público.

Por aquella época, a pesar de las reservas del ejecutivo, comenzó a extenderse paulatinamente la utilización de mano de obra haitiana en otros rubros agrícolas, como el café y el arroz, al igual que en la construcción, uno de los sectores más dinámicos dentro del auge del Producto Interno Bruto (PIB) a partir de 1969. La perpetuación de los componentes básicos de este esquema de acumulación en los tiempos ulteriores, aunque con paréntesis y variantes (como los años posteriores al “Cambio” democrático de 1978) determinó a la larga la generalización del empleo de migrantes ilegales haitianos. Tras el agotamiento del crecimiento industrial por vía de transferencia de recursos desde el agro por medio de la intermediación estatal en préstamos, disponibilidad de divisas baratas y exenciones tributarias, la recurrencia a la mano de obra haitiana se extendió incluso al turismo, el sector que pasó a marcar una reorientación de los sectores de punta hacia una economía mayormente de servicios.

Algunas cadenas hoteleras llegaron a instruir a sus gerentes a preferir la contratación de haitianos. Seguían el paso de grandes empresas agroindustriales que habían adoptado una orientación similar desde años previos. Después de 1978 fueron obviándose las regulaciones sobre el empleo de extranjeros, por definición ilegales,  incluso en reparticiones estatales, como evidenció la declaración del secretario de Obras Públicas en el último cuatrienio del siglo XX.

“¿Percepciones indemostrables?” O, peor, “¿argumentaciones ideologizadas carentes de validez empírica?”. Bastaría visitar al Hoyo de Friusa, si es que se puede, para que se constate un hecho, respecto al cual el competente ex director de Migración Enrique García reconoció que ni siquiera la policía podía penetrar. Pero todavía, con la realidad palpable a la vista, se podría objetar la gravedad del problema en el orden cuantitativo con el argumento de que la cuantía de migrantes está siendo exagerada.

Las reestructuraciones de la economía a partir de las reformas de inicios de la década de 1990, favorables a desregulación y apertura al exterior, no han sido ajenas a la acentuación de la preferencia empresarial por los migrantes, a causa de la persistencia de la presión en contra del factor trabajo. Poco después, el PIB comenzó a crecer con un dinamismo sostenido, producto del auge del turismo, las zonas francas y las remesas. Ciertamente mejoró la situación de ingresos de porciones de la población y se sostuvo el acelerado proceso migratorio rural-urbano. Porciones del campesinado abandonaron sus fundos y el aparato agropecuario terminó copado por una mayoría de migrantes. No pocos campesinos a pequeña escala pasaron a emplear haitianos o incluso a arrendarles sus fincas.

Con el progreso económico se habría agudizado la proverbial, vista desde arriba, “haraganería del dominicano”. Los empresarios agrícolas reforzaron su condición de grupo de presión cada vez que se tomaban medidas para reducir la población migrante ilegal. Lo que quedaba patente, y lo sigue estando hasta hoy, es que el trabajador dominicano encontraba espacios de resistencia para no caer en una condición en extremo desventajosa, como a la soportan los inmigrantes que escapan del espanto de uno de los países más pobres del mundo. En otra entrega pretendo presentar argumentos acerca de la factibilidad y conveniencia de prescindir de esa mano de obra en el puro terreno de la gestión de las unidades productivas. En tal sentido, desarrollaré argumentos acerca del imperativo nacional de detener el incremento de la migración y eliminar la condición de ilegalidad en que se desenvuelve.

La agudización del empleo de haitianos devela, del lado dominicano, la continuidad de un esquema de superexplotación del trabajo en el desenvolvimiento de la economía. No existen estadísticas regulares de distribución del ingreso, pero sí suficientes indicadores de la tendencia creciente a la polarización entre una minoría acaparadora del grueso de los excedentes y una mayoría que continúa en condiciones de pobreza. Esta última realidad se enmascara con subterfugios, como la categoría de “vulnerables”, pobres en verdad si se enfoca su condición no desde un ángulo monetario sino social.

Tal estilo de superexplotación del trabajo ha estado conectado con la elección de bajos niveles de eficiencia de la inversión, condicionados por factores como la pobre preparación del personal laboral y la recurrencia a tecnología primitiva, sobre la base de cálculos de niveles de beneficio. En otros términos, se ha preferido mano de obra barata migrante a incrementar la productividad del trabajo.

En las décadas recientes se han agregado tres factores, el primero en Haití, el segundo en el interior del país y el tercero en el contexto internacional.

En cuanto al primero, se ha asistido a un recrudecimiento de la miseria en el país vecino. Hasta hace menos de un siglo, los niveles de ingreso per cápita eran bastante similares en los dos países. El migrante estacional venía en buena medida con la finalidad de obtener ingresos monetarios que complementaran su producción de alimentos para el autoconsumo. Mientras la economía dominicana ha experimentado un sostenido incremento del PIB de alrededor de 5% anual, la de Haití se ha estancado y en algunos de sus sectores ha retrocedido. En la culminación de un desastre humanitario, se ha reportado que, en la actualidad, la mitad de la población de Haití sufre hambre crónica. La tesitura depredadora de la clase dominante del país vecino ha llegado a un clímax de descomposición.

En cuanto al segundo factor, en el interior del país se ha entrado a un persistente desorden migratorio. Se dejaron de aplicar del todo las disposiciones legales en materia de migración y de regulaciones laborales. El principal factor gravitante ha sido la corrupción, que comienza en la frontera y concluye en el disfrute de las conveniencias de la condición de ilegalidad de la población empleada.

Como consecuencia de estas variaciones, mientras con anterioridad el migrante era traído de manera regulada y controlada, desde hace décadas, de manera progresiva, es totalmente descontrolada,  aprovechando la descomposición de los instrumentos legales del Estado. Así pues, esta situación de desorden migratorio no es tan caótica como aparenta, ya que se insertan los mecanismos de corrupción, extorsión y continuación del patrón de superexplotación del trabajo. Pero la libre manifestación de estos factores ha dado lugar a la aceleración del ritmo de entrada de migrantes, con lo que se ha llegado a un punto en extremo delicado.

En el plano internacional se ha procesado el agravamiento del desastre humanitario en Haití mediante la receta de que República Dominicana se haga cargo de población “sobrante”. El país debe operar como válvula de escape de la presión migratoria. Semejante consideración está plasmada de una u otra manera en documentos en los cuales se propone la instalación de campos de refugiados o la recomendación de brindar acogida a mareadas de ellos. A pesar de que estas recomendaciones están plasmadas en negro sobre blanco, bien podrían ser catalogadas como “percepciones”.

Así, a las presiones de sectores económicos locales se han sumado las interferencias de intereses de potencias y organizaciones internacionales relacionadas a ellas. De nuevo, por “percepciones” plenamente confiables, cuando se ha procedido a controlar entrada de ilegales o su repatriación, se han interpuesto presiones terminantes, algunas a manera de censuras públicas por la “violación de los derechos humanos”. Grupos de presión estimulados por publicistas haitianos en el exterior describen a República Dominicana con un racismo consustancial equivalente al de la Alemania hitleriana. Lo más curioso es que las acusaciones contra la República Dominicana se originan en el país donde el racismo ha alcanzado dimensiones extravagantes y homicidas, de lo cual es muestra la miríada de organizaciones de ultraderecha, a partir del Ku Kux Klan, sustentadas en un odio acendrado. Quienes reproducen estos denuestos de racismo contra los dominicanos, desde una pretendida “izquierda”, como acaba de hacer un ministro, pueden no tener conciencia de con quiénes coinciden o colaboran, pero también bien pueden tenerla. Esta atribución de un excepcional racismo deberá ser objeto de otra entrega de la serie que comienza aquí.

Fuente: Acento.

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La funcionalidad del migrante haitiano radica en la obtención de beneficios extraordinarios por parte del capital sobre la base de la compresión de la masa salarial, en detrimento de la clase trabajadora dominicana.

Por Roberto Cassá.

Este artículo pretende ser el primero de una serie sobre la migración haitiana en el país y temáticas colaterales. Se ha suscitado un debate a partir del programa radial en que participé junto con los doctores José Joaquín Puello y Secundino Palacios y algunos periodistas de la emisora Z-101, el sábado 16 de septiembre. La inmensa mayoría de los expositores ha coincidido acerca del imperativo de detener el flujo incontrolado de migrantes y resolver la condición de ilegalidad en que se halla la gran mayoría de los trabajadores haitianos. Las contadas objeciones han eludido referirse al problema, por lo cual hasta ahora propiamente no hay una polémica.

Parto ahora de la tesis de que la migración de trabajadores haitianos opera como el equivalente en una economía periférica en la actualidad de lo que Karl Marx categorizó como “ejército industrial de reserva”. Esta interpretación ha sido expuesta previamente por el destacado sociólogo Mario Bonetti. Pretendo ahora remontarme someramente a los orígenes del fenómeno a fin de desembocar en algunas de sus manifestaciones actuales.

La funcionalidad del migrante haitiano radica en la obtención de beneficios extraordinarios por parte del capital sobre la base de la compresión de la masa salarial, en detrimento de la clase trabajadora dominicana. En tal sentido, la recurrencia a la mano de obra extranjera no se reduce a la elevación de las tasas de beneficio en las unidades productivas, sino que guarda la funcionalidad central en la reproducción de la formación social y en la formación de capitales.

La recurrencia a los migrantes ha acompañado al surgimiento del capitalismo en el país a finales del siglo XIX. Desde sus orígenes, el sistema capitalista hubo de acudir a procedimientos de extorsión sobre la generalidad de la población, posición que incluía convalidar la presión contra los ingresos de los asalariados. Las empresas azucareras, protegidas por los gobiernos liberales que culminaron en la dictadura de Ulises Heureaux, obtuvieron la aquiescencia para traer primeramente braceros de algunas islas de las Antillas Menores. Con el Gobierno Militar de Estados Unidos en 1916, que coincidió con la fase de mayor expansión del sector azucarero, los oficiales de la Infantería de Marina, al servicio de los intereses de las empresas azucareras, favorecieron la llegada de trabajadores provenientes de Haití, país también ocupado desde el año anterior. Se fue cercando al campesinado semiproletario dominicano, que debió buscar refugio en zonas marginales de la frontera agrícola como forma de escapar de la extorsión de las empresas.

Inicialmente la migración estaba regulada por permisos gubernamentales anuales a las empresas, que incluían el compromiso de la repatriación de los braceros después que concluía el período de zafra. Una valiosa documentación al respecto fue recopilada por José Israel Cuello. Durante la dictadura de Trujillo, como parte del impulso forzoso del capitalismo nacional (que incluía una concepción racista del colectivo nacional), se presionó en contra de la migración y se incentivó la inserción de trabajadores dominicanos en las plantaciones cañeras y otros sectores agrícolas, los cuales conocieron una segunda fase de expansión acelerada.

El sistema de concesión de permisos empezó a dejar de funcionar a finales del período de gobiernos de Joaquín Balaguer conocido como los Doce Años. Entonces se produjo una tercera ola expansiva del sector azucarero, conectada con la concesión en arriendo de colonias cañeras a oficiales superiores. Como es bien conocido, el diseño de formación de capitales después de 1965, sustentado en un ordenamiento autoritario, incluía tasas elevadas de ganancia e inversión y, en contrapartida, presión a la baja sobre las retribuciones salariales y los componentes sociales del gasto público.

Por aquella época, a pesar de las reservas del ejecutivo, comenzó a extenderse paulatinamente la utilización de mano de obra haitiana en otros rubros agrícolas, como el café y el arroz, al igual que en la construcción, uno de los sectores más dinámicos dentro del auge del Producto Interno Bruto (PIB) a partir de 1969. La perpetuación de los componentes básicos de este esquema de acumulación en los tiempos ulteriores, aunque con paréntesis y variantes (como los años posteriores al “Cambio” democrático de 1978) determinó a la larga la generalización del empleo de migrantes ilegales haitianos. Tras el agotamiento del crecimiento industrial por vía de transferencia de recursos desde el agro por medio de la intermediación estatal en préstamos, disponibilidad de divisas baratas y exenciones tributarias, la recurrencia a la mano de obra haitiana se extendió incluso al turismo, el sector que pasó a marcar una reorientación de los sectores de punta hacia una economía mayormente de servicios.

Algunas cadenas hoteleras llegaron a instruir a sus gerentes a preferir la contratación de haitianos. Seguían el paso de grandes empresas agroindustriales que habían adoptado una orientación similar desde años previos. Después de 1978 fueron obviándose las regulaciones sobre el empleo de extranjeros, por definición ilegales,  incluso en reparticiones estatales, como evidenció la declaración del secretario de Obras Públicas en el último cuatrienio del siglo XX.

“¿Percepciones indemostrables?” O, peor, “¿argumentaciones ideologizadas carentes de validez empírica?”. Bastaría visitar al Hoyo de Friusa, si es que se puede, para que se constate un hecho, respecto al cual el competente ex director de Migración Enrique García reconoció que ni siquiera la policía podía penetrar. Pero todavía, con la realidad palpable a la vista, se podría objetar la gravedad del problema en el orden cuantitativo con el argumento de que la cuantía de migrantes está siendo exagerada.

Las reestructuraciones de la economía a partir de las reformas de inicios de la década de 1990, favorables a desregulación y apertura al exterior, no han sido ajenas a la acentuación de la preferencia empresarial por los migrantes, a causa de la persistencia de la presión en contra del factor trabajo. Poco después, el PIB comenzó a crecer con un dinamismo sostenido, producto del auge del turismo, las zonas francas y las remesas. Ciertamente mejoró la situación de ingresos de porciones de la población y se sostuvo el acelerado proceso migratorio rural-urbano. Porciones del campesinado abandonaron sus fundos y el aparato agropecuario terminó copado por una mayoría de migrantes. No pocos campesinos a pequeña escala pasaron a emplear haitianos o incluso a arrendarles sus fincas.

Con el progreso económico se habría agudizado la proverbial, vista desde arriba, “haraganería del dominicano”. Los empresarios agrícolas reforzaron su condición de grupo de presión cada vez que se tomaban medidas para reducir la población migrante ilegal. Lo que quedaba patente, y lo sigue estando hasta hoy, es que el trabajador dominicano encontraba espacios de resistencia para no caer en una condición en extremo desventajosa, como a la soportan los inmigrantes que escapan del espanto de uno de los países más pobres del mundo. En otra entrega pretendo presentar argumentos acerca de la factibilidad y conveniencia de prescindir de esa mano de obra en el puro terreno de la gestión de las unidades productivas. En tal sentido, desarrollaré argumentos acerca del imperativo nacional de detener el incremento de la migración y eliminar la condición de ilegalidad en que se desenvuelve.

La agudización del empleo de haitianos devela, del lado dominicano, la continuidad de un esquema de superexplotación del trabajo en el desenvolvimiento de la economía. No existen estadísticas regulares de distribución del ingreso, pero sí suficientes indicadores de la tendencia creciente a la polarización entre una minoría acaparadora del grueso de los excedentes y una mayoría que continúa en condiciones de pobreza. Esta última realidad se enmascara con subterfugios, como la categoría de “vulnerables”, pobres en verdad si se enfoca su condición no desde un ángulo monetario sino social.

Tal estilo de superexplotación del trabajo ha estado conectado con la elección de bajos niveles de eficiencia de la inversión, condicionados por factores como la pobre preparación del personal laboral y la recurrencia a tecnología primitiva, sobre la base de cálculos de niveles de beneficio. En otros términos, se ha preferido mano de obra barata migrante a incrementar la productividad del trabajo.

En las décadas recientes se han agregado tres factores, el primero en Haití, el segundo en el interior del país y el tercero en el contexto internacional.

En cuanto al primero, se ha asistido a un recrudecimiento de la miseria en el país vecino. Hasta hace menos de un siglo, los niveles de ingreso per cápita eran bastante similares en los dos países. El migrante estacional venía en buena medida con la finalidad de obtener ingresos monetarios que complementaran su producción de alimentos para el autoconsumo. Mientras la economía dominicana ha experimentado un sostenido incremento del PIB de alrededor de 5% anual, la de Haití se ha estancado y en algunos de sus sectores ha retrocedido. En la culminación de un desastre humanitario, se ha reportado que, en la actualidad, la mitad de la población de Haití sufre hambre crónica. La tesitura depredadora de la clase dominante del país vecino ha llegado a un clímax de descomposición.

En cuanto al segundo factor, en el interior del país se ha entrado a un persistente desorden migratorio. Se dejaron de aplicar del todo las disposiciones legales en materia de migración y de regulaciones laborales. El principal factor gravitante ha sido la corrupción, que comienza en la frontera y concluye en el disfrute de las conveniencias de la condición de ilegalidad de la población empleada.

Como consecuencia de estas variaciones, mientras con anterioridad el migrante era traído de manera regulada y controlada, desde hace décadas, de manera progresiva, es totalmente descontrolada,  aprovechando la descomposición de los instrumentos legales del Estado. Así pues, esta situación de desorden migratorio no es tan caótica como aparenta, ya que se insertan los mecanismos de corrupción, extorsión y continuación del patrón de superexplotación del trabajo. Pero la libre manifestación de estos factores ha dado lugar a la aceleración del ritmo de entrada de migrantes, con lo que se ha llegado a un punto en extremo delicado.

En el plano internacional se ha procesado el agravamiento del desastre humanitario en Haití mediante la receta de que República Dominicana se haga cargo de población “sobrante”. El país debe operar como válvula de escape de la presión migratoria. Semejante consideración está plasmada de una u otra manera en documentos en los cuales se propone la instalación de campos de refugiados o la recomendación de brindar acogida a mareadas de ellos. A pesar de que estas recomendaciones están plasmadas en negro sobre blanco, bien podrían ser catalogadas como “percepciones”.

Así, a las presiones de sectores económicos locales se han sumado las interferencias de intereses de potencias y organizaciones internacionales relacionadas a ellas. De nuevo, por “percepciones” plenamente confiables, cuando se ha procedido a controlar entrada de ilegales o su repatriación, se han interpuesto presiones terminantes, algunas a manera de censuras públicas por la “violación de los derechos humanos”. Grupos de presión estimulados por publicistas haitianos en el exterior describen a República Dominicana con un racismo consustancial equivalente al de la Alemania hitleriana. Lo más curioso es que las acusaciones contra la República Dominicana se originan en el país donde el racismo ha alcanzado dimensiones extravagantes y homicidas, de lo cual es muestra la miríada de organizaciones de ultraderecha, a partir del Ku Kux Klan, sustentadas en un odio acendrado. Quienes reproducen estos denuestos de racismo contra los dominicanos, desde una pretendida “izquierda”, como acaba de hacer un ministro, pueden no tener conciencia de con quiénes coinciden o colaboran, pero también bien pueden tenerla. Esta atribución de un excepcional racismo deberá ser objeto de otra entrega de la serie que comienza aquí.

Fuente: Acento.

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