Mientras el mundo lidia con el aumento de los precios, un recorrido por Argentina revela que los años de inflación pueden originar una economía muy extraña.
BUENOS AIRES — Eduardo Rabuffetti es un argentino que visitó Estados Unidos una sola vez, en 1999, durante su luna de miel en Miami. Sin embargo, es posible que conozca los billetes de 100 dólares mejor que la mayoría de estadounidenses.
Asegura que con el tacto puede identificar uno falso. Es capaz de decirte exactamente cómo son 100.000 dólares. (Diez fajos de media pulgada, te caben en una sola mano). Y en numerosas ocasiones ha caminado por las calles de Buenos Aires con decenas de miles de dólares estadounidenses escondidos en su chaqueta.
Eso se debe a que Rabuffetti, un desarrollador inmobiliario que ha construido dos torres de oficinas y una casa, compró el terreno para cada una de esas construcciones con billetes de 100 dólares.
“Acá si no ves la plata, nadie te firma nada”, dijo. “Después de tantas crisis que pasamos, digamos, uno se va acostumbrando”.
No solo es Rabuffetti. Casi todas las grandes compras en Argentina —terrenos, casas, autos, arte caro— se llevan a cabo con montones de la divisa estadounidense. Para ahorrar, los argentinos toman fardos de billetes estadounidenses y los meten entre su ropa vieja, en el espacio debajo del parquet y en cajas de seguridad a prueba de bombas ubicadas detrás de nueve puertas con cerrojo y cinco pisos bajo tierra.
Los argentinos tienen tanta divisa estadounidense —los expertos dicen que aquí hay más que en cualquier lugar fuera de Estados Unidos— que a veces se desecha por error. El mes pasado, unos transeúntes hallaron decenas de miles de dólares volando cerca de un basurero argentino.
El dólar es rey en Argentina porque el valor del peso argentino se está desintegrando, sobre todo a lo largo del mes pasado. Hace un año, con 180 pesos se podía comprar un dólar en el muy socorrido mercado negro. Ahora hacen falta 298 pesos para adquirir un billete verde. Con el desplome del peso, los precios se han desorbitado para seguir el ritmo. Aquí muchos economistas esperan que la inflación, que este año ya está en 64 por ciento, llegue al 90 por ciento en diciembre.
Es una de las peores crisis económicas del país en décadas, y para Argentina eso es mucho decir.
Los países de todo el mundo intentan lidiar con el aumento de precios, pero tal vez no haya ninguna economía de importancia que comprenda mejor que Argentina cómo vivir con la inflación.
El país ha tenido dificultades con precios que aumentan rápidamente durante gran parte de los últimos 50 años. Durante un periodo caótico a finales de los años ochenta, la inflación llegó a un casi increíble 3000 por ciento y la población se precipitó a conseguir víveres antes de que los dependientes armados con las pistolas de etiquetado de precios pudieran recorrer las tiendas. Ahora la alta inflación ha vuelto, excediendo el 30 por ciento cada año desde 2018.
Para comprender cómo se las arreglan los argentinos, pasamos dos semanas en Buenos Aires y sus alrededores, hablando con economistas, políticos, granjeros, restauradores, agentes inmobiliarios, peluqueros, taxistas, cambistas, artistas callejeros, vendedores ambulantes y desempleados.
La economía no siempre es el mejor tema de conversación, pero en Argentina anima a casi todos, provocando maldiciones, profundos suspiros y opiniones informadas sobre la política monetaria. Una mujer mostró alegremente su escondite para un fajo de dólares (una vieja chaqueta de esquí), otra explicó cómo se metió dinero en efectivo en el sostén para comprar un condominio y una camarera venezolana se preguntó si había emigrado al país correcto.
Una cosa quedó muy clara: los argentinos han desarrollado una relación muy inusual con su dinero.
Gastan sus pesos tan rápido como los obtienen. Compran de todo, desde televisores hasta peladores de patatas, a plazos. No confían en los bancos. Apenas usan los créditos. Y después de años de aumentos constantes de precios, tienen poca idea de cuánto deberían costar las cosas.
Argentina muestra que la gente encontrará la manera de adaptarse a los años de alta inflación, viviendo en una economía que es imposible de comprender en casi cualquier otra parte del mundo. La vida es especialmente manejable para quienes tienen los medios para hacer que ese sistema caótico funcione. Pero todas esas sorprendentes soluciones alternativas significan que los pocos que han tenido el poder político, durante los años de dificultades económicas, han pagado un precio real por sus decisiones.
“Nos preguntamos lo mismo, cómo la sociedad permite muchas cosas que están sucediendo”, dijo Juan Piantoni, director de Ingot, una compañía de cajas de seguridad cuyo negocio está en auge a medida que los argentinos pagan para guardar su efectivo. “En este momento en particular creo que estamos en la víspera de una situación que puede generar un salto de crisis muy importante”, agregó. “Nadie prendió la mecha todavía, el día que suceda eso veremos con qué nos encontramos”.
Hasta ahora, las cosas se han mantenido en calma. Los salarios de muchos trabajos están aumentando casi un 50 por ciento al año. Los propietarios pueden aumentar los alquileres a tasas similares. Y millones de argentinos usan el mercado negro para evadir las restricciones gubernamentales sobre la compra de dólares estadounidenses.
El resultado es que en las zonas más ricas de la capital argentina, la construcción continúa a buen ritmo y los restaurantes y bares están repletos. La próxima reserva disponible para una cena para dos personas en Anchoita, uno de los restaurantes de moda en la ciudad, es para enero de 2023.
En los barrios más pobres, la gente recolecta chatarra para vender, junta su dinero para comprar comida e intercambia bienes usados con el fin de evitar usar los pesos. Los pobres de Argentina normalmente no tienen trabajos con aumentos automáticos de salario y ciertamente no tienen dinero extra para comprar dólares estadounidenses. Eso significa que ganan pocos pesos, mientras todo a su alrededor se vuelve mucho, mucho más caro. Cerca del 37 por ciento de los argentinos ahora viven en la pobreza, en comparación con el 30 por ciento registrado en 2016.
El 2 de julio renunció el ministro de Economía de Argentina. Durante los siguientes 26 días, el valor del peso cayó un 26 por ciento. Entonces el presidente Alberto Fernández destituyó al nuevo ministro de Economía. Era la ocasión número 21 en la que un ministro de Economía argentino duraba dos meses o menos.
El reciente embate de la hiperinflación en Argentina está relacionado con las mismas cosas que han hecho subir los precios en todo el mundo, incluida la guerra en Ucrania, las limitaciones de la cadena de suministro y los grandes aumentos en el gasto público.
Pero muchos economistas creen que la inflación de Argentina también es autoinfligida. En resumen, el país gasta mucho más de lo que ingresa para financiar servicios de salud, universidades, energía y transporte público gratuitos o fuertemente subsidiados. Para compensar el déficit, imprime más pesos.
El Fondo Monetario Internacional, al que Argentina le debe 44.000 millones de dólares, le ha pedido al gobierno que reduzca su déficit y apruebe políticas monetarias más estrictas. El miércoles, el nuevo ministro, Sergio Massa, dio uno de los pasos más significativos en años cuando prometió que Argentina dejaría de imprimir pesos para financiar su presupuesto.
Sin embargo, muchos argentinos se mostraron escépticos de que el país estuviera listo para tomar las decisiones difíciles que son necesarias.
“Quizá necesitemos que el paciente sufra un infarto antes de que la familia diga: ‘Hagamos la cirugía’”, dijo Hugo Alconada Mon, uno de los principales periodistas de investigación del país y autor de libros muy exitosos que recientemente gastó lo último de sus ahorros en reparaciones de automóviles. “Pero ¿cuántas personas terminarán en la pobreza por eso? ¿Cuántas personas se irán del país?”.
Adiós a las etiquetas de precios
Los argentinos esperan que lo que viven en la actualidad no se convierta en un desastre como el de 2001, cuando hubo una corrida bancaria.
Ese año, quedó claro que los inversionistas extranjeros creían que el peso argentino valía mucho menos que la tasa oficial del gobierno, y los argentinos se apresuraron a recuperar su dinero antes de que se perdiera. Como respuesta, el gobierno detuvo los retiros, lo que redujo los ahorros de todas las personas debido a una devaluación repentina. El presidente renunció y salió de las oficinas gubernamentales en un helicóptero para evitar a las multitudes enojadas que llegaron a la Plaza de Mayo.
Dos décadas después, las multitudes enfurecidas siguen en Plaza de Mayo. Miles de argentinos se reunieron allí el mes pasado para protestar por la inflación galopante.
Ana Mabel estaba en las inmediaciones de la multitud, mezclando maní y azúcar caramelizada en un tina de metal. Vendía bolsas de maní confitado a 200 pesos cada una, o unos 70 centavos de dólar; una semana antes vendía las bolsas a 150 pesos. Pero ese aumento apenas mantuvo el nivel de sus costos. Todo lo que necesitaba se había vuelto más caro en las últimas semanas: el maní, el azúcar, el aceite, el tanque de gasolina y las bolsas de plástico para empacar las golosinas. Tiene cinco hijos que mantener y, por primera vez, se endeudó.
“No hay nada que regule los precios”, dijo frustrada, mientras removía lentamente el maní en la tina. “Los empresarios no quieren, el gobierno no puede y todo eso va para nosotros, ¿entendés?”.
Para los argentinos, esta es una vieja historia. En 2017, los precios habían subido tanto que Argentina duplicó su billete de banco más grande ubicándolo en 1000 pesos, que en ese entonces equivalía a unos 58 dólares en el mercado negro. Ahora ese billete vale alrededor de 3,45 dólares, más o menos el precio de una Big Mac. Un iPhone puede costar más de un millón de pesos.
Muchos argentinos han perdido la noción del valor de las cosas. Los menús cambian constantemente sus precios. Los taxímetros se ajustan con frecuencia. Y, a menudo, las etiquetas de precios están desactualizadas.
Oscar Benítez dirige una ferretería del tamaño de un clóset grande, meticulosamente organizada. Vende 80.000 productos diferentes y apenas sabe el precio de algunos de ellos.
Eso se debe a que cambian cada tantos días, en una lista que le mandan sus proveedores y que él revisa en su computadora para poder hacer cada venta. En gran medida, ya no usa las etiquetas de precios.
Muestra unas tijeras que el proveedor dice que ahora deberían costar 600 pesos. “Esto hace un mes, valía 400 pesos”, dijo consultando su lista. “Hace un año valía 120 pesos”.
Parecía exasperado por la situación. “Es triste. Pero, para mí, siempre fue así”, dijo. “Porque si no tuviera 51 años estaría ahí, en Estados Unidos, que es lo que intento para mis hijas”.
Los precios fluctúan tanto que en las últimas semanas muchas empresas han detenido las ventas para ver dónde se estabilizan los precios, lo que dificulta encontrar ciertos artículos como aceite de cocina y repuestos para automóviles. Algunos agricultores también se están aferrando a su trigo y soja, apostando a que los precios subirán, y mitigando los beneficios económicos del auge de las materias primas que debería beneficiar a un país exportador como Argentina.
En una pequeña tienda del centro de Buenos Aires, Noelia Mendoza vendía sus últimos paquetes de papel higiénico. Sus proveedores dijeron que no tenían más, por lo que subió los precios. Un paquete de cuatro rollos de una sola capa ahora cuesta 290 pesos, o un dólar, un 50 por ciento más que el mes anterior. “Va a haber escasez”, dijo.
Carla Cejas, una de sus amigas que estaba cerca, dijo: “Nunca entendí el bidé hasta ahora”.
Una bolsa llena de 10.000 billetes de 100 dólares
Ignacio Jauand, un publicista de 34 años, compra a plazos todo lo que puede: su cama, su ropa, una PlayStation 5 y un pelador de papas, entre otras cosas.
No es que no pueda comprar esos artículos de contado, pero apuesta a que el valor del peso bajará. Si tiene razón, sus pagos finales costarán significativamente menos. Esa apuesta, dijo, siempre ha valido la pena. “Las últimas cuotas que pagué por la televisión o la nevera equivalían a quizás dos o tres combos de McDonald’s”, dijo.
“Comprando le ganas a la inflación”, agregó.
Ese es el mantra de Argentina. Los pesos se desintegran en su valor, así que es mejor que los gastes lo más rápido que puedas.
La gente sale a comer o comprar electrodomésticos, obras de arte o automóviles, mientras que los dueños de las tiendas se abastecen de inventario, apostando a que los precios solo subirán. “Cuando pienso en mis ahorros en pesos, digo: ‘Paguemos un viaje, renovemos algo en la casa, compremos cosas’”, dijo Eduardo Levy Yeyati, economista argentino y profesor invitado en la Universidad de Harvard. “De lo contrario, siento que estoy perdiendo dinero todos los días al tenerlo en el banco”.
¿Qué será lo que más les gusta comprar a los argentinos? Quizás dólares.
El banco central de Argentina estima que los hogares argentinos y las empresas no financieras poseen más de 230.000 millones de dólares en activos financieros extranjeros, principalmente en moneda estadounidense. La mayor parte de ese dinero se mantiene en cuentas bancarias internacionales, pero una parte también se oculta en cajas fuertes y escondites en todo el país.
Esa dependencia del dólar es mala para el peso, por lo que el gobierno solo permite que los argentinos compren 200 dólares cada mes. Por esa cantidad, pueden usar el tipo de cambio oficial del gobierno, que dice que cada dólar estadounidense vale alrededor de 130 pesos.
Pero un tipo de cambio diferente, utilizado para las transferencias de Western Union, ciertas transacciones corporativas y el mercado negro, valora el peso en menos de la mitad: cada dólar ahora vale alrededor de 300 pesos. (Como esta tasa es una medida más real de la visión del peso en el mercado, la usamos para convertir los precios en este artículo).
En el centro de Buenos Aires, hombres y mujeres apodados “arbolitos”, se paran en las esquinas de las calles vendiendo dólares. Llevan a los compradores a unos locales, conocidos como cuevas, para cambiar el dinero en privado.
Todo es ilegal, pero a la policía que está cerca no parece importarle. Muchos oficiales también usan el mercado negro.
Juan, un cambista que reparte fajos de billetes en su moto, dijo que tres de sus clientes habituales son policías. A pesar de eso, accedió a hablar con la condición de que solo se usara su nombre de pila.
Los cambistas y los administradores de cuevas estiman que el mercado negro mueve entre tres y cuatro millones de dólares al día. Esos dólares sustentan gran parte de la economía aquí.
Yanina Arias, una agente de bienes raíces de Buenos Aires, dijo que ha cerrado cientos de transacciones en sus 10 años de carrera, pero ninguna ha sido en pesos. A menudo, los vendedores exigen “dólares en billetes sin manchas, sin roturas, que sean de cara grande”, dijo Arias. “No se aceptan de cara chica”.
El rostro en cuestión es el de Benjamin Franklin. El mercado negro generalmente ofrece un tres por ciento más por los billetes más nuevos de 100 dólares con el retrato grande de Franklin porque son más difíciles de falsificar.
Siete argentinos describieron el pago de propiedades en efectivo, pero pocos estaban dispuestos a permitir que se publiquen sus nombres porque les preocupaba ser auditados.
Para ir al banco a cerrar el trato, describieron que se metieron decenas de miles de dólares en los pantalones y en bolsas de supermercado llenas de productos. Arias dijo que las personas más ricas han contratado camiones blindados.
Una trabajadora de servicios financieros en Buenos Aires dijo que cuando vendió la finca de su familia por un millón de dólares hace unos años, el comprador le entregó una bolsa de lona llena de 10.000 billetes de 100 dólares. Más tarde, cuando compró su departamento, puso 100.000 del efectivo en los bolsillos de un abrigo grande y corrió a la casa de los vendedores. Ellos, una pareja mayor, insistieron en contar cada billete a mano.
Cambiar leche por pañales
Después de que Adela Castillo y su esposo perdieron sus trabajos durante la pandemia —ella era cuidadora y él trabajaba en el transporte marítimo—, decidieron arriesgarse en grande. Convirtieron su casa en uno de los barrios más pobres de Buenos Aires en una tienda de cemento, piedra caliza, pintura y placas de yeso.
Al principio, estaba dando sus frutos. El gobierno estaba construyendo nuevas viviendas asequibles en el vecindario y se convirtió en un gran comprador. Para mantenerse al día, necesitaba un montacargas. Y para comprar uno, necesitaba 15.000 dólares en efectivo.
Un banco nunca le daría ese tipo de préstamo pero, afortunadamente, contaba con un amigo de la familia que tenía esa cantidad guardada. “Es un enorme favor”, dijo ella. “Porque nadie te presta así nomás, es un familiar de la casa”.
Y compró el montacargas. “Ayuda un montón”, dijo. Luego, el valor del peso siguió cayendo en picada. “Lo que a él le interesa es que yo le devuelva en dólares, no quiere en pesos”, dijo. Con cada declive en el valor del peso, su deuda ha crecido más.
De pie frente a su tienda, con polvo de piedra caliza en el cabello y en su abrigo, dijo que la situación era difícil. No estaba segura de cómo iba a pagar su deuda. “Pero ahí vamos, la vamos remando”, dijo. “La vamos peleando”.
Como el peso está perdiendo tanto valor, algunos argentinos pobres están tratando de evitarlo por completo.
Silvina López, de 37 años, estaba de pie en medio de un frío penetrante con su bebé. Necesitaba pañales pero no tenía dinero. Después de un derrame cerebral, López quedó ciega de un ojo y no trabajaba, mientras que su esposo trabajaba en la construcción cuando hacía sol. Pero su salario, alrededor de siete dólares por día, no había aumentado mientras los precios seguían incrementándose.
Pero aquí, junto a una parada de autobús en el barrio pobre de Lomas de Zamora, no necesitaba pesos. En cambio, tenía sacos de leche en polvo, ayudas del gobierno que podía intercambiar para asegurarse de que su bebé de un mes, Milagro, tuviera pañales.
Otra mujer había instalado una tienda en la esquina de la calle para hacer trueques y le cambió a López un paquete de 12 pañales, dos bolsas de azúcar y una caja de galletas por la leche en polvo. La hija de ocho años de López, Mía, de inmediato abrió las galletas.
“Mi familia, mis hermanos, todos vienen aquí”, dijo. “También tienen muchos hijos”.
Durante la recesión que acompañó a la corrida bancaria de 2001, medio millón de personas se reunían regularmente en los llamados clubes de “trueque”, para intercambiar bienes sin usar pesos. A lo largo de los años los clubes se desintegraron, en gran medida, pero como la inflación se ha vuelto a incrementar, están regresando.
En un domingo reciente, casi 100 personas se agruparon entre dos decenas de mesas, intercambiando sus productos: ropa usada, artículos de limpieza, masa de pizza casera, insecticidas y empanadas de membrillo. Para facilitar los intercambios, utilizaban créditos, la moneda del club, impresa en papel blanco.
Las mujeres agarraban puñados de billetes, mientras compraban en las mesas de sus vecinos. Todos dijeron que preferían los créditos a los pesos.
En un momento, una organizadora que vendía maquillaje de Avon, Karina Sánchez, apagó la música de cumbia para hacer un anuncio: estaban intercambiando créditos más antiguos y de menor denominación por otros más nuevos y de mayor tamaño. Mostró billetes mucho más antiguos que valían medio crédito. El año pasado introdujeron un billete de 1000 créditos.
Sí, dijo Sánchez, el crédito también estaba experimentando inflación.
Fuente: NYT