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Antoni Gutiérrez-Rubí: LA CRISPACIÓN POLÍTICA

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Un sondeo del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) ponía de manifiesto que un 86% de las y los españoles encuestados cree que hay «mucha» o «bastante» tensión política; a un 79,2% le preocupa «mucho» o «bastante» la crispación actual y muchas más personas, el 90,4% del total de entrevistadas, consideran importante que esta crispación se reduzca, que desparezca.

Además, un 62,5% señala directamente, en primer lugar, a los propios partidos y políticos como causantes y responsables de esta situación.

El hartazgo es evidente y, cada vez más, se está exigiendo a los partidos que lleguen a acuerdos, a pactos de Estado, en aquellas cuestiones que son prioritarias y que más preocupan a la ciudadanía (desde el aumento del precio de la energía, pasando por la lucha contra la violencia de género o la transición energética, entre otras).

Es difícil que se den las condiciones para recuperar la confianza perdida, cuando la moderación ya no es un valor y la confrontación y la bronca permanente son el pan de cada día. El deterioro del debate político y de la política es palpable y los síntomas que dejan constancia de que algo grave está sucediendo hace mucho que se manifiestan.

Reconocer la enfermedad, identificar la patología y querer sanar es el primer paso para poner remedio y tratar de lograr el bienestar perdido. Por el contrario, negar la realidad, no aceptar lo que sucede, no hacer nada, o hacerlo tarde y mal, puede tener consecuencias irreversibles.

La crispación va asociada a la irritación, al enfurecimiento, a la confrontación y la tensión. En este escenario de careo (y cabreo) constante es muy difícil disponerse a escuchar, dialogar o imaginar una posición constructiva con puntos de consenso, en común, donde no se visualice más que a las personas a las que se pretende servir. Si enfrente solo se perciben adversarios o enemigos y el objetivo de la arena parlamentaria es salir airoso del combate táctico y mediático puntual, la verdadera batalla que golpea en las calles, en las casas y que afecta a nuestra sociedad en toda su globalidad se habrá perdido sin, ni tan si quiera, haber propuesto un plan de acción. Dice el refrán que «después de la tempestad, llega la calma», pero, quizá, si dura mucho más, cuando cese por fin la lluvia veremos que queda poco que salvar.

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Un sondeo del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) ponía de manifiesto que un 86% de las y los españoles encuestados cree que hay «mucha» o «bastante» tensión política; a un 79,2% le preocupa «mucho» o «bastante» la crispación actual y muchas más personas, el 90,4% del total de entrevistadas, consideran importante que esta crispación se reduzca, que desparezca.

Además, un 62,5% señala directamente, en primer lugar, a los propios partidos y políticos como causantes y responsables de esta situación.

El hartazgo es evidente y, cada vez más, se está exigiendo a los partidos que lleguen a acuerdos, a pactos de Estado, en aquellas cuestiones que son prioritarias y que más preocupan a la ciudadanía (desde el aumento del precio de la energía, pasando por la lucha contra la violencia de género o la transición energética, entre otras).

Es difícil que se den las condiciones para recuperar la confianza perdida, cuando la moderación ya no es un valor y la confrontación y la bronca permanente son el pan de cada día. El deterioro del debate político y de la política es palpable y los síntomas que dejan constancia de que algo grave está sucediendo hace mucho que se manifiestan.

Reconocer la enfermedad, identificar la patología y querer sanar es el primer paso para poner remedio y tratar de lograr el bienestar perdido. Por el contrario, negar la realidad, no aceptar lo que sucede, no hacer nada, o hacerlo tarde y mal, puede tener consecuencias irreversibles.

La crispación va asociada a la irritación, al enfurecimiento, a la confrontación y la tensión. En este escenario de careo (y cabreo) constante es muy difícil disponerse a escuchar, dialogar o imaginar una posición constructiva con puntos de consenso, en común, donde no se visualice más que a las personas a las que se pretende servir. Si enfrente solo se perciben adversarios o enemigos y el objetivo de la arena parlamentaria es salir airoso del combate táctico y mediático puntual, la verdadera batalla que golpea en las calles, en las casas y que afecta a nuestra sociedad en toda su globalidad se habrá perdido sin, ni tan si quiera, haber propuesto un plan de acción. Dice el refrán que «después de la tempestad, llega la calma», pero, quizá, si dura mucho más, cuando cese por fin la lluvia veremos que queda poco que salvar.

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