Jorge Radhamés Zorrilla Ozuna exhibe el rostro más crudo del clientelismo político
Escrito por: José Luis Taveras
Jorge Radhamés Zorrilla Ozuna es un político frontal. No anda con rodeos ni sutilezas. Interpreta y practica la política como es: un negocio sin facha.
Leal a sus «convicciones», no tuvo rubor en la pasada campaña electoral de arrancarle al presidente Abinader un juramento público para nombrarlo en el Gobierno.
Paciente y sin sofoco, Zorrilla esperó el cumplimiento que, aunque tarde, llegó. Fue nombrado director general de Desarrollo Fronterizo, una dependencia de tercera que quizás conozca uno de veinte dominicanos. «¿Y qué importa? Somos Gobierno», diría, con pecho altivo, el infundido general.
Ya Zorrilla está ahí, como quería, con despacho, placa oficial, guapas asistentes, choferes, atención de la prensa, alforjas de representación, cenas, festines y un asiento ocasional en algún Consejo de Gobierno. Lo que vale es ser contado como funcionario en un país donde serlo es replicar a un pequeño caudillo.
Pero «vamos a lo que vinimos», se dijo en sus adentros el general, y, sin perder más tiempo, desató su poder de jefe instalado para despedir a todo el que pudo. Los afectados apenas reaccionaron denunciando el desafuero. La prensa entonces cuestionó al general. La respuesta fue previsible: nada que desmintiera su proverbial sinceridad. Sin mareos dijo que había que despedirlos para «dar participación a miembros del Partido Cívico Renovador«, su bodega partidaria.
Otra vez el general muestra su acato a axiomas básicos del negocio político: «cargos por apoyo» y… punto. Un intercambio que se ridiculiza cuando se trata de un pequeño negocio, como el de Zorrilla, pero que se consiente y justifica como protocolo de honor a altos niveles del political business, sobre todo con aportantes de campaña de altos kilates; y no por menudos carguitos, sino por grandes contrataciones.
Ese nocivo canje de «cargos por apoyo» pervierte las bases de la ética pública. Y es que suplanta la selección idónea por un trato de cuotas políticas a favor de dirigentes/activistas que normalmente no acreditan competencia en el área de su designación.
La Administración pública se convierte así en un mercado laboral en el que los partidos y movimientos electorales, devenidos en agencias de colocación, retribuyen el «trabajo» electoral con un puesto en la burocracia pública o una contratación con el Estado.
En esos acuerdos subyace el germen de la corrupción, ya que aceptar un puesto para el cual no se tiene la capacidad es irresponsable; es imponerle una carga dispendiosa al Estado y poner la gestión de sus cuentas en manos ineptas. Y esa cultura de profundo arraigo domina la selección tanto de un ministro como de un conserje.
La pregunta: ¿Puede un presidente desconocer la incompetencia de un dirigente político o de un colaborador cercano? Claro que no. Comparten cotidiana y cercanamente. Como tampoco puede ignorar su integridad moral. El presidente sabe a qué va cada quién y asume ese riesgo.
No sería desconsiderado afirmar que a ningún presidente le pueden sorprender escándalos de corrupción de un colaborador, pariente o de una persona que estuvo lado a lado en su campaña. Además, somos una sociedad pequeña de grandes colindancias en cuya convivencia se aplica aquella máxima coloquial de que «nos conocemos todos». Pero, también, ¿para qué sirven los métodos y técnicas de selección?, ¿solo para la contratación privada?
Mientras subsista el modelo de «cargos por apoyo» como principio de selección de la Administración pública tendremos corrupción por larga vida.
El PRM, que vino acreditado con la intolerancia a la corrupción como branding electoral, ha fortalecido esa cultura de intercambio. No ha hecho nada nuevo ni distinto a lo de siempre. La burocracia del Gobierno, inflada y pesada, ha resultado de las mismas premisas del negocio político. Poco a poco se irán revelando las inconsistencias.
Ahora el discurso ético da un giro: ya no es la corrupción, admitida, según parece, como inevitable: se trata de la impunidad. De esta manera, lo que le espera a la sociedad, frente a esta claudicación, es medir la ética pública de los gobiernos por la cantidad de funcionarios que envíen a la cárcel mientras sigan incólumes las causas y bases que generan las inconductas. El mensaje es inequívoco: roben, que ya conocen las consecuencias.
Mientras tanto, el mítico Zorrilla nos presenta la cara real del sistema, velada por una ficción política de celofán. A eso lo nombro «trasparencia negativa» o «revelación en negro«, que, al decir de Zygmunt Bauman, es la virtud de los sistemas de revelar en las crisis sus propias incorreciones. Zorrilla es un revelador en negro.
El general está convencido de que la política es para eso y no lo oculta. Nos molesta que nos lo enrostre de forma tan burda; preferimos la poesía o el engaño retórico de políticos conceptuales que nos hablen de modernización, trasparencia, eficiencia y gobernanza ética de una Administración pública en la que el propio general es funcionario. ¡Vaya paradoja!
La Administración pública se convierte así en un mercado laboral en el que los partidos y movimientos electorales, devenidos en agencias de colocación, retribuyen el «trabajo» electoral con un puesto en la burocracia pública o una contratación con el Estado.
Fuente: Diario Libre